miércoles, marzo 29, 2006

Primavera

(Al Sr. Verle, del que he aprendido, entre otras muchas cosas, la palabra "hiemal".)


En las Tierras Raras, las primaveras son breves: apenas un chispazo; el casi minúsculo lapso entre los penúltimos hielos y la floración de las viñas. Esta tarde he bajado a mi patio. Me llevó hasta allí el verdeo evidente de las puntas de la higuera y la vana esperanza de encontrar alguna rosa abriéndose clandestina entre las todavía tintas hojas del rosal. La higuera, al igual que las vides, está empezando a desplegar sus hojas nuevas que se separan delicadamente del tallo central. Hay varias brevas, todavía diminutas: algún hielo tardío las arrasará. Parece ser su inevitable sino. En la docena de años que tiene de vida el árbol, no hemos logrado que saque adelante una sóla breva. Cualquier mañana fresca las vemos caídas en el suelo, inertes, sin servir siquiera de alimento a grajos y estorninos. En el olivo, empiezan a apuntar las flores. Se abrirán a finales de abril y para San Isidro mostrarán todo su algodonoso polen. Al poco, se desharán de los pequeños pétalos blanco-amarillentos y, desaparecido el níveo envoltorio, surgirán las redondas aceitunas, no más grandes que el nácar de una aguja de encajera. Ya estará aquí el calor. Nos esperará insolente al salir a la calle; nos acuchillará al doblar cualquier esquina. Y habrá terminado la primavera, esa corta sonrisa entre las lágrimas de hielo invernales y el tórrido portazo del estío.

domingo, marzo 26, 2006

Viognier

(A Fernando, Elvira y Arturo: por todo.)

En el valle del Ródano, de donde procede, la Viognier es una variedad rara: poco más de cien hectáreas están censadas a finales de 2004. Considerando una producción media de unos 2000 litros por hectárea, la vinificación total en la región madre es realmente escasa. De ahí, entre otras cosas, sus elevados precios habituales en la douce Françe. Pero no sólo su escasez en el mercado justifica su encarecimiento. Se trata de un vidueño de difícil manejo: sensible a enfermedades criptogámicas, de muy brusca maduración (lo que hace estrictamente crucial el momento exacto de la vendimia) y recolección manual complicada, teniendo en cuenta el pequeño tamaño de los racimos y la tendencia de los mismos a agruparse fuertemente dentro de la cepa. Vencidas, sin embargo, estas dificultades, el resultado final es un vino de fortísima personalidad. Su color, intenso, más dorado que amarillento; sus particularísimos y complejos aromas primarios, que no recuerdan a ninguna fruta en concreto pero constituyen un potente flujo caracterizado por una agradable sequedad cómodamente refrescada; su untuosidad en la boca, hija de un alto extracto seco y una fermentación maloláctica bien definida; su completo retrogusto, que vuelve a recordarte, a devolverte, esta vez ahijados a una persistente sensación entre láctica y glicérica, los aromas que, antes, discurrieron amablemente por tu nariz. Un vino-secuencia, para beber muy lentamente: con el ritmo de un endecasílabo perfecto. El Viognier no es, como otros blancos al uso, un haiku: hermosa brevedad encriptada en lo esencial; el Viognier es un soneto con estrambote y, si dejas tu alma en vilo, podrás apreciar en él los dos cuartetos, los algo más breves tercetos y su coda final.
Los Viognier que nos hicieron soñar un sábado perfecto proceden, los dos, de la Mancha, entendida ésta en su sentido más administrativo que geográfico. El primero, un Peces Barba del 2004, cultivado y hecho en Orgaz, terruño que, por su origen granítico, bien puede recordar en su edafología al valle del Ródano: volver a los orígenes. Se trata de un Viognier que, aún manteniendo buenas características varietales, podemos adjetivar como ligero. Ideal, sin embargo, para –como hicimos nosotros– restaurarse convenientemente tras el viaje e ir adaptando nuestros sentidos al próximo desafío: el Vallegarcía 2002, llegado desde los silíceos, ordovícicos terrenos de Retuerta del Bullaque, cabe el Parque Nacional de Cabañeros. Este es un vino mucho más completo: sereno ya, por su edad, puede uno imaginar sus plateadas sienes mientras, sin raspaduras ni aristas, discurre amorosamente por nuestra boca. Encajó perfectísimamente con las ostras de Arcachon y nos permitió, incluso, dar comienzo a la fideuá negra caldosa. Sin solución de continuidad, nos esperaba un Cristal millesimé 1996, de Louis Roederer. La tradicional generosidad del Marqués de Cubaslibres, cristalizó en esta ocasión en un festín de finísima burbuja, amistad y contenida alegría: noblesse oblige.


jueves, marzo 23, 2006

Einstein y la cuántica: matar al padre (I)

"La mecánica cuántica es muy impresionante. Pero una voz interna me dice que esto no es todavía lo auténtico. La teoría da mucho, pero difícilmente nos acerca al secreto del Viejo. De todas maneras estoy convencido que Él no juega a los dados." (Carta de Einstein a Born en diciembre de 1926)

Pocas veces en la historia de la ciencia se ha asistido a la lucha de dos gigantes, a la incruenta, pero magnífica, batalla entre dos mentes irrepetibles. La “más alta ocasión que vieron los siglos” de la física duró, en realidad, veintisiete años: desde octubre de 1927, cuando Einstein y Bohr, que ya se conocían desde 1920, pasaron el 5º Congreso Solvay discutiendo irreductiblemente tras la primeras críticas de Einstein a la, por Bohr recientemente publicada, teoría cuántica sobre la estructura atómica, hasta abril de 1954, en Princeton, un año antes de la muerte de aquél.
Einstein fue, junto con Max Planck, el auténtico pater familias de la cuántica y de los cuánticos. Cuando en el annus mirabilis de 1905 se centra en el estudio de la naturaleza de la radiación electromagnética, retomando la hipótesis que sólo cinco años antes formulara Planck, concluye que determinados comportamientos de la luz (por ejemplo, el efecto fotoeléctrico, i.e.: la capacidad que tiene la luz de, exclusivamente, ciertas longitudes de onda para arrancar electrones de un sólido) sólo son físicamente explicables si la radiación electromagnética tiene carácter material, corpuscular, y no sólo ondulatorio. Propone, así, su teoría de los quanta de luz: la radiación no es continua, sino discreta; la radiación está constituida por pequeños paquetes materiales de energía que, luego, se llamarían fotones.
No sólo eso: en el primer congreso científico al que Einstein asiste, en Salzburgo y en 1909, avanza la (aparentemente) profética, aunque físicamente argumentada hipótesis de que la descripción de los sistemas cuánticos tendría que incorporar tanto aspectos corpusculares como ondulatorios. Nótese que las teorías finalmente enhebradas al respecto por Bohr y Schrödinger son posteriores en algo más de ¡diez años!
¿Por qué, entonces, la diatriba con Niels Bohr? Pues porque Einstein es, ante todo y sobre todo, un físico clásico.

(Continuará)


miércoles, marzo 22, 2006

Caldo corto

morralla
(De morro y -alla).
1. f. Conjunto o mezcla de cosas inútiles y despreciables.
2. f. Multitud de gente de escaso valer.
3. f. Pescado menudo.
4. f. Hond. y Méx. calderilla (monedas de escaso valor).

De creer al DRAE, pocas personas en su sano juicio osarían cocinar algo cuyo elemento principal está tan toscamente definido por la Real Academia Española. Que “morralla” proceda de la fusión de “morro” y “alla” es tan simpáticamente absurdo como suponer que “carpanta” nace de “carpa” y “anta” o “estragón” es un enorme estrago. Disculpemos a los académicos por su, en este concreto caso, descriptible perspicacia y vayamos a lo nuestro. La morralla, en su tercera acepción, es “pescado menudo”, generalmente capturado cerca de la playa, en lugares ricos en roca y algas. Dependiendo de la zona marítima, la morralla, claro está, presenta composición variable. La valenciana está formada, generalmente, por cintas, rascasas, vacas, serranos, algún mabre pequeño, sarguitos y, el último día que yo compré, un mujol adolescente de unos diez centímetros. Peces de mal comer, llenos de espinas y de escasa carne que, sin embargo, liberan en la cocción un sabor profundo, sódico, a saltos entre lo mineral y lo vegetal. Con ellos prepararemos el caldo que nos servirá de base para múltiples arroces (de caldero, a banda, negro) y derivados (fideuá).
Empezaremos por destripar los pescados de más tamaño y lavarlos cuidadosamente. Si el pez en cuestión es rico en tripas y vísceras, puede transmitir al caldo –generalmente desde su vesícula biliar– un desagradable sabor amargo que arruinaría la cochura. En una cacerola amplia, pondremos a dorar cebolla bien picada en la precisa cantidad de aceite; cuando empiece a oler bien y parezca transparentarse, añadiremos una cucharada de café de pimentón murciano, que bien pudiera ser una mezcla armónica de sus variedades dulce y picante, y, cuidando de no quemarlo pero tras insistir en sofreirlo, depositaremos la morralla que voltearemos algunas veces hasta homogeneizar con los ingredientes previos. En ese momento, una generosa copa de Chardonnay (o, si careciéramos de él, cualquier otro vino blanco naturalmente seco) deberá bañar nuestro proyecto. Dejaremos evaporar el alcohol vínico y, entonces, pondremos en el lugar que le corresponde, i.e.: los entresijos del guiso, una buena cantidad de tomate natural triturado que freiremos superficialmente. Finalmente, y una vez que el conjunto nos deleite con sus aromas más primarios, cubriremos bien de agua, añadiremos la sal según nuestro particular gusto y dejaremos hervir a fuego lento. Usualmente, y dadas las escasamente lipoproteicas características de los pescados utilizados, no hará falta desespumar y la cocción se desarrollará sin más alteraciones ni peligros durante unos tres cuartos de hora. Apagaremos entonces el fogón, dejaremos enfriar un tanto por mor de evitarnos ulteriores complicaciones, y colaremos finamente el resultado. Los restos de pescado pueden despreciarse ya que resultaría en extremo engorroso el desespinado para su posterior empleo en, por ejemplo, croquetas. De todos modos, si usted es persona paciente y goza de un carácter aproximadamente chino, puede ser una buena idea: prolongará así la utilidad del caldo corto más allá de su fase líquida. Este caldo puede, claro está, congelarse en recipientes ad hoc antes de su destino final como base para nuestros arroces y similares.

viernes, marzo 17, 2006

Paris. Septiembre del 75. Moustaki

(Para Theo Sarapo, el nick, no el que desplazó a Moustaki del corazón de la Piaff.)

Yo, entonces, me llamaba Daniel y tenía veinte años. Trabaja para SOFRANET (Societé Française de Nettoyage), 6 Rue d’Astorgue y vivía en la Avenue de Paul Appel, al lado de Porte d’Orleans. Por las mañanas, de 6 a 11, limpiaba una oficina de correos en Porte de Clignancourt, justo al otro extremo de la línea morada del metro (26 estaciones) que atraviesa París de sur a norte; por las tardes, de 6 a 9, hacía lo mismo en la Mutualité: laboratorios de análisis clínicos, talleres de protésicos dentales, consultas, despachos y, una vez a la semana, el salón de actos. Septiembre de1975 empezaba como cualquier otro mes: luminoso, joven, ajeno a la tragedia. En Madrid, habían caído bastantes compañeros. Primero nos dijeron que se trataba de una caída sin importancia, que eran meros “simpas”, que los comandos de las acciones del 16 de agosto habían pasado la frontera de Portugal. Pero un domingo, al pasar frente al quiosco mientras caminaba hacia “Au coin de la rue” (Amèlie: un crème et un croissant, s’il te plait), vi las fotos en Liberation. Allí, en primera página, estaba Hidalgo: con la cara hinchada, despeinado, casi irreconocible. No eran “simpas”; no habían cruzado la frontera: los habían trincado a todos. De uno en uno. A todos.
Los vascos lo organizaron en pocos días. Al domingo siguiente, en l’Olympia, Paco Ibáñez y Moustaki darían un recital para recaudar fondos. Las entradas, a quince francos: precios populares. Con lo que saqué el sábado cantando en el metro (Odeon y Chatêlet eran las mejores estaciones, aunque también las más vigiladas: los flics de la RATP se limitaban a echarte; te pedían el pasaporte y, más o menos amablemente, te invitaban a largarte de allí), algo más de setenta francos, pude invitar a Clara, Carmen y Rodríguez (¡brillantes nombres de guerra! En el Frente nunca –o muy raramente– se empleaban motes; decían los teóricos que son más difíciles de recordar). Y allí estábamos: sentados en el suelo de madera, con nuestras banderas y repartiendo todos los Uveó que pudimos. Paco Ibáñez cantó poco. Se movía por el atestado escenario con una torpeza que desaparecía en el mismo momento en que apoyaba la pierna derecha en una silla y, de luto riguroso, se ponía a cantar. Luego, Moustaki. De calizo blanco arrugado, sin músicos, eternamente anciano. En un español suave y decente apoyó la lucha del “pueblo español” contra la dictadura y empezó cantando “En Mediterranée”: “et liberté ne se dit plus en espagnol…” Cuando rasgó los primeros acordes de “Le métèque” me perdí: de repente estaba en La Mata, era de noche, había empezado a soplar un suave mastral de principios de Septiembre y, todo lo demás, no podía ser cierto: ni las muertes anunciadas, ni la SOFRANET, ni los sietes en el alma, ni mi vuelta a Madrid. Nada. Todo parecía hundirse en la absurda certeza de los hechos, en la inmutable realidad cartesiana y, por eso mismo, resultaba irónicamente falso. Con afán, quizá, lenitivo, terminó la abundante actuación interpretando “Danse” que, sin músicos, sonó sugerentemente íntima, como referida a un baile lento, infinito, horizontal; a una danza al caótico compás de las caderas de una mujer sin otro tempo que la generosidad de los cuerpos, el sudor y el abrupto final de una despedida inútilmente alargada.

Danse

Danse tant que tu peux danser, danse autour de la terre,
Libre comme un poisson dans l'eau, comme un oiseau dans l'air,
Léger comme le vent qui danse dans les arbres
Ou le mât d'un bateau qui danse sous la vague.

Danse tant que tu peux danser sur les pavés, sur l'herbe,
Sur une table de bistrot, à l'ombre des tavernes.
Viens, laisse-toi porter par toutes les musiques
Qui sortent d'un piano ou d'un vieux tourne-disque.

Danse tant que tu peux danser, danse autour de la terre,
Danse dans les bras de Margot ou Julie de Nanterre,
Danse pour retrouver l'amour et la folie,
Danse pour éblouir ton âme qui s'ennuie.

Danse tant que tu peux danser, danse autour de la terre,
Pour ne plus porter sur ton dos la mort et la misère
Et tu verras jaillir les sources souterraines,
Et les torrents de joie qui coulent dans tes veines.

Danse tant que tu peux danser, danse autour de la terre,
Danse pour qu'un printemps nouveau balaye les hivers.
Danse comme l'on vit, danse comme l'on aime,
Danse comme on écrit sur les murs un poème.

Danse tant que tu peux danser, danse autour de la terre,
Danse tant que tu peux danser. Viens, le bal est ouvert !


Danse. Georges Moustaki

miércoles, marzo 15, 2006

Chardonnay

(A Manolo Manzaneque, Roi du Chardonnay, con el que me emborraché dos veces: una, de gozo, tras probar su vino; y otra, de gin&tonic, algo más tarde.)

El misterio mágico de la Chardonnay es el equilibrio. En termoquímica, se entiende como situación de equilibrio aquella en la cual la diferencia de energía libre entre reactivos y productos es exactamente igual a cero. Ello impone, necesariamente, que el término entrópico se ha igualado –por efecto de la temperatura– al término entálpico. El símil termodinámico viene al caso porque, en el mundo del vino, podríamos conjeturar (sin que tal especulación sea una mera cogida foliar de rábanos) que el tiempo tiene un efecto paralelo al de la temperatura: ambos factores hacen posible lo raro, lo inimaginable, lo poético. Además, el término entrópico estaría directamente relacionado con la perfumada agresividad juvenil de los blancos y, por último, la entalpía, ese calor interno transmisible a presión constante, convergería conceptualmente con las características (epi)genéticas de los vinos tintos. ¿Por qué? Allá va mi explicación: al igual que la entalpía, el vino tinto es energía interna más trabajo: maceración con los hollejos, fermentaciones prolongadas fuertemente exotérmicas y relajadas crianzas son conditio sine qua non para que aquello que finalmente bebemos pueda ser descrito como redondo. Pues bien, la Chardonnay es una variedad blanca que debe de ser tratada, en aras del mencionado equilibrio, como si de una tinta se tratase: apropiada poda (tres/cuatro pulgares de dos yemas), agua la justa, potasio el que buenamente pueda extraer del vitífero suelo, tres kilos por cepa, fermentaciones (alcohólica y maloláctica) en barrica, crianza posterior de hasta seis meses… Sólo tras semejante industria obtendremos esa tonalidad más otoñal que áurea, esa untuosidad láctea que confiere el glicerol pacientemente sintetizado, esos aromas profundos, alejados de las fanfarrias frutales de los blancos al uso, ese recuerdo inequívoco al terroir, a lo mineral, a lo fáctico. El vino de la Chardonnay debe de llenar la boca; su explosión, una vez difuminados los iniciales cánticos nasales, es posterior, íntima, casi gástrica: una llama en la ancestral cueva; un grito de equilibrio esforzadamente meditado. Como en el cuento de Boris Vian, un blanco con alma de negro: termodinámica de la paciencia, sabor sin cambio de energía libre. Espeleológico. Genital.

lunes, marzo 13, 2006

Esos locos bajitos

(A Melò, que acaba de ser padre por segunda vez y está fosfatínicamente feliz.)

Al nacer, un hijo es un folio en blanco, un lienzo inmaculado de medidas desconocidas y textura por definir. Pero cuesta trabajo aceptar, asumir, afirmar que, en ningún caso, es nuestro folio, nuestro lienzo. Un hijo es, además, un reloj sin agujas; cuando éstas aparezcan marcarán, claro está, sus horas, una tras otra, pero también las nuestras. Irremisiblemente, por ese albur ingobernable, intangible que es el tiempo, tendremos la certera sensación de que cada una de las suyas es, al menos, dos de las nuestras. Empezará así una absurda carrera donde él acelerará firmemente hacia la vida mientras nosotros nos deslizamos, sin hacer caso a curvas, badenes o cruces sin visibilidad, camino de la muerte. Uno adquiere el conocimiento de su propia finitud cuando, por azar, por necesidad o por ambas cosas, genera su propio producto. Seamos o no conscientes de ello, el operador “creación de fotones” actúa siempre irremisiblemente acompañado de su conjugado “aniquilación de fotones”. Sólo de tal simétrica forma puede cumplirse el Primer Principio. Los hijos, así, vienen a decirnos –amable, satisfactoria y cariñosamente– que estamos de sobra, que el mundo es, ahora, suyo, que su lienzo va a ser trabajado con unos materiales que creíamos de nuestra propiedad.
Los hijos tienen, además, otra consecuencia trascendente: nos hacen captar (más vale tarde que nunca) el desdibujado guión de nuestra vida, empezando por situar en su plano, en su secuencia correspondiente, a la figura de nuestros padres. El sinsentido vital tiene, sin embargo, mágicas consecuencias: ignoro si alguien sin hijos es capaz de comprender, de explicar en profundidad la presencia paterna; yo sólo fui capaz de entender globalmente a mis padres cuando me fue dado tener hijos. Por fortuna, pero ello no siempre es así, por fortuna, digo, ellos todavía estaban aquí. Y me resultó igual de grato contemplar a mis hijos como aprehender, por fin, a mis padres: solidaridad de clase, debe de llamarse esa experiencia.

Esos Locos Bajitos

A menudo los hijos se nos parecen,
así nos dan la primera satisfacción;
esos que se menean con nuestros gestos,
echando mano a cuanto hay a su alrededor.
Esos locos bajitos que se incorporan
con los ojos abiertos de par en par,
sin respeto al horario ni a las costumbres
y a los que, por su bien, dicen que hay que domesticar.

Niño,
deja ya de joder con la pelota.
Niño,
que eso no se dice,
que eso no se hace,
que eso no se toca.

Cargan con nuestros dioses y nuestro idioma,
nuestros rencores y nuestro porvenir.
Por eso nos parece que son de goma
y que les bastan nuestros cuentos
para dormir.
Nos empeñamos en dirigir sus vidas
sin saber el oficio y sin vocación.
Les vamos trasmitiendo nuestras frustraciones
con la leche templada
y en cada canción.

Niño,
deja ya de joder con la pelota.
Niño,
que eso no se dice,
que eso no se hace,
que eso no se toca.

Nada ni nadie puede impedir que sufran,
que las agujas avancen en el reloj,
que decidan por ellos, que se equivoquen,
que crezcan y que un día
nos digan adiós.
Esos locos bajitos


Powered by Castpost

jueves, marzo 09, 2006

Gachas manchegas


La almorta, guija, yero, a(l)rvejón, chícharo, tito, pito o muela (Lathyrus Sativus, L.), que con tal variedad de nombres es lícito y aún hasta académico llamarla, es una leguminosa rústica, con escasos requerimientos hídricos y muy bien adaptada a suelos fuertemente calizos. Su planta, de escaso porte, se adorna con unas hermosísimas flores que van del blanco azulado al violeta. La vaina es pequeña, con dos o tres semillas, y, en lugar de semejarse a la del guisante, la judía verde o el haba, presenta un corte triangular con una cara plana que une lo que podrían ser dos labios semiabiertos, expectantes, deseosos, casi carnales. La almorta molida produce una harina amarillenta, muy rica en proteína, apta para el consumo humano y que, antaño, fue una importantísima fuente alimentaria entre las gentes que poblaban las Tierras Raras. Dicha harina, al no ser panificable, debe ser ingerida en forma de papilla, puré o rústica bechamel. Y, de tal forma, surgen las gachas, plato manchego por antonomasia, digestible paradigma de la pobreza y tangible virtud hija de la proteica necesidad.
Los ingredientes esenciales del plato, el Reino y la Justicia, son, a saber: el mesao, formado por torreznos y chorizo crudo, los ajos, el pimentón y la harina; la sal y el agua vienen, como todo lo demás según San Mateo, por añadidura. En una perola amplia, pon una ligera cantidad de aceite y fríe el tocino hasta que los torreznos adquieran un moreno natural y suelten una parte de sí mismos, la que les es consustancial e íntima por contener sus aromas; retíralos y, entonces, sofríe ligeramente el chorizo crudo cortado en irregulares pedazos. Sácalo igualmente del aceite y añade los ajos simplemente despojados de sus rojos, cardenalicios mantos exteriores y, a fuego lento, dóralos para, una vez confitados, sacarlos también de su oleoso infierno. Con la perola aún caliente pero lejos del fuego, añade una cucharada de café de pimentón; distribúyelo bien sin que se queme, añade la sal y, entonces, dispón dos generosas cucharadas soperas con monte de harina de almortas. Evita que se haga una bola, desliendo suavemente la pasta en el ya rojo aceite con la espumadera. Vuelve, ahora, la perola al fuego y añade un vaso de agua por cada cucharada de harina. Sin dejar de realizar precisos movimientos circulares y paralelos al culo del recipiente, observarás cómo el guiso va tomando cuerpo, cómo la harina comienza a fraguarse adquiriendo más y más consistencia para transmutar su original estado sopero y lechoso en una fase condensada que dejará, casi, de fluir a través de los orificios de la espumadera. Si has trabajado primorosamente, observarás lleno de orgullo que las gachas comienzan a follar: pequeñas burbujas de agua vaporizada romperán la tensión superficial del viscoso fluido, provocando a modo de mínimos volcancillos evanescentes. En ese momento, añade los ajos, los torreznos y el chorizo fritos previamente y cúbrelos bien con las gachas. Dale al tojunto un último calentón, y a la mesa. Sólo necesitarás de buen pan y mejor vino (un tinto del año o, si eres persona de posibles, un alegre media crianza responderán perfectamente al requerimiento) para entender, en tu boca y de primera mano, cómo puede ennoblecerse el pobre aliño culinario hijo de la caliza, la pobreza y la bondad.



martes, marzo 07, 2006

Churro en francés

Tras el fastuoso concurso linguístico-recreativo y didáctico celebrado en el blog de Arcadi, he aquí el corpus delicti. Señores, señoras, mediopensionistas: churro, en la magna lengua de Molière, se dice chi chi.

(Y sobran los comentarios.)

Shiraz/Syrah


Si no fuera por que la ciudad de Shiraz, encaramada en los altos de Zagros, en Irán, se encuentra situada a casi 1500 metros sobre el nivel del mar, sería muy hermoso asignarle el origen histórico de este varietal. Desde Baba Taher a Saadi o Hafez, han sido muchos los poetas que han cantado a su brisa, refrescante en verano, dúctil y suave en sus irónicamente templados inviernos, y a la franca amistad de sus gentes. Aún hoy, Shiraz conserva uno de los mejores conjuntos universitarios de Irán: seis son sus Universidades, incluyendo la perla de la corona académica del Sha, la antes llamada Universidad Pahlavi, hoy Shiraz University a secas. Bien es cierto que la región de Shiraz produce uva; mas, quizá debido al religiosamente obligatorio estado abstemio de los musulmanes, se trata de uvas de mesa, poco o nada aptas para la vinificación y la alegría.
En la más agnóstica y enófila Europa, fueron los franceses del Ródano los primeros en producirla. Según sus investigaciones genéticas, se trataría de una variedad hija de la Mondeuse blanche (madre, o progenitor B) y la Dureza (padre, o progenitor A). Ojo a la Mondeuse Blanche, así llamada porque su importante cantidad de pruína confiere a los granos un aspecto externamente blanquecino, casi lechoso: se trata, sin embargo, de una variedad tinta, al igual que la Dureza. Estamos, pues, ante un flagrante caso de acoplamiento, coyunda o matrimonio homocrómico donde viene, como anillo al dedo, la reciente, aséptica y correcta denominación de “progenitor A/B” en lugar de la premoderna y, sin duda, homófoba “padre/madre”.
Han sido, sin embargo, los australianos los que, sobre fomentar la denominación Shiraz frente a la afrancesada Syrah, han elevado a categoría de soberbios los, en general, previamente sólo decentes Cotes du Rhône. Los Aussies han enseñado al mundo cómo vinificar una variedad aparentemente recia, tánica y un tanto propensa a la sobremaduración a base de vendimiar en su momento y dar el muy necesario, aunque sutil, toque de madera. En España estamos acostumbrados al tratamiento de varietales más o menos semejantes: mencía, garnacha fina o, atención, monastrell jumillera son vidueños con similares potenciales y flaquezas. No es, por ello, sorprendente que el mercado vinícola ofrezca, en nuestra patria, un ramo muy selecto de Shiraz entre los que me permito citar los siguientes: Valtosca, de Casa Castillo, Jumilla; Syrah, de Dehesa del Carrizal, Montes de Toledo; Nuestro Syrah, Manuel Manzaneque, Finca Élez; Dominio de Valdepusa Syrah, Marqués de Griñón, Montes de Toledo; Monasterio de Santa Ana, Casa de la Ermita, Jumilla. Se trata, en todos los casos, de vinos de alta capa, muy untuosos, de lágrima persistente y que llenan la boca. No tienen la sensación matizadamente frutal de los cencibel de media crianza pero, en cambio, resultan mucho más potentes en la boca. Un defecto desgraciadamente común a ciertos Shiraz poco hechos es la persistencia tánica, que llega a resultar –en casos extremos– desagradablemente arisca. Los que cito, sin embargo, están domeñados por la fusta del roble correctivamente aplicada en su medida: su picadero ha sido el necesario y son vinos perfectamente gobernables. Como un buen caballo. Como un buen hombre.

Arlo Guthrie, Hobo's lullabye. Una melancólica canción para un Shiraz sentimental.

Powered by Castpost

viernes, marzo 03, 2006

La máquina de vapor

(Dedicado al gran Qtyop, que puso claridad en mis errores.)


Como es sabido, Savery y Newcombe desarrollaron la primera máquina de vapor que, posteriormente, fue mejorada (y patentada) por Watt en 1769. De las máquinas de vapor, más que su vetusta belleza o el brillo de sus materiales metálicos, más que la revolución industrial que promovieron, más, incluso, que el nuevo mundo material que alumbraron, me interesa el hecho de que, años después de su utilización, el afán de saber cómo y porqué funcionan las cosas llevó a un conjunto de genios teóricos a construir la Termodinámica, el más hermoso edificio físico-matemático ideado por el hombre. También el de aplicación más general a muy diversos campos de la Ciencia. Como en muchos otros casos, fue un hombre extraordinariamente joven (de sólo 28 años) y hermoso, Nicolas Leonard Sadi Carnot, el que, en 1824 publicó un librito de 118 páginas titulado Réflections sur la puissance motrice du feu et sur les machines propres à dévelloper cette puisance. Posteriormente, otros grandes (Joule, Kelvin, Clausius, Maxwell, Boltzmann…) profundizaron en la teoría y dotaron a la humanidad de una herramienta tan versátil como poderosa que hoy nos permite analizar sistemas tan diversos como el calentamiento de los mares, la economía global, la fotosíntesis, los procesos migratorios del ser humano, el plegamiento de las proteínas o el flujo de la información. Y todo porque al bello Carnot se le ocurrió preguntarse cómo funcionaba una máquina a vapor y si era posible mejorarla.
¿Cómo no maravillarse ante expresiones tan elegantemente sencillas como la desigualdad de Clausius? Deducida al estudiar el ciclo de Carnot, nos demuestra algo que todos sabemos empíricamente: que el calor fluye siempre desde el foco caliente al foco frío. Dicho poéticamente:

O esta otra, algo más complicada formalmente, que está en el cimiento de las relaciones de Maxwell:


La sublime belleza de lo exacto; la inconmensurable profundidad de lo elemental.

Hay un disco que me excita,
habla de una relación:
el amor entre un hombre
y una máquina a vapor.
Siempre lo estoy escuchando,
es mi única canción;
si alguien entra a cambiarlo
lo echo de mi habitación.

No, no, no, no quites nunca esa canción
no, no, no, no seas antiguo y déjate llevar
todo es posible en el amor.

Él le aprieta algunas tuercas
y ella da un beso de gas;
él programa algún registro
que la haga disfrutar.
El trabajo se convierte
en su máxima pasión,
el hombre se ha enamorado
de su propia creación.

La máquina de vapor

Powered by Castpost

jueves, marzo 02, 2006

Telmo Zarra



(A la (Viz)condesa del (Em)prendedor que, amablemente, me sugirió el asunto.)

Eran otros tiempos: no se decía “saque de esquina” ni “fuera de juego” sino corner y off-side; los futbolistas eran, aún, gentlemen en calzoncillos hasta la rodilla, con el pelo siempre peinado hacia atrás y, en muchos casos, generosas entradas frontales; a los muy grandes, las ganancias de la vida deportiva les eran suficientes como para poner un negocio y poco más. No existía la dictadura de las televisiones ni las marcas deportivas sobre equipos y jugadores y el Athletic Club de Bilbao tenía muchas más peñas fuera, a lo largo del toda España, que en las Vascongadas. Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza eran, para emoción del mismo Generalísimo, los arquetipos de la furia: española, claro. Es un mítico tópico que cada vez que el Bilbao venía a jugar a Madrid, las alegres señoritas de Chicote o El Abra se ponían bragas rojiblancas para exacerbar la libido de los señores vizcainos que, chapela en mano (educación ante todo) y puro en boca, andaban presurosos a requerir, previo pago, sus encantos al acabar el partido: si perdía el Bilbao, ¡qué mas da!, se cumplía; pero si ganaba… De todos es sabido que “la mejor cabeza de Europa después de Churchill”, frase que –por cierto– se dijo primero, y con más razón, del gran cabeceador Sandor Kocsis que, junto a Ladislao Kubala, Ferenk Puskas y Josef Bozik formaba parte de la gran Hungría de 1954, marcó su mítico gol a Inglaterra con la pierna y a bocajarro.
El segundo apellido de Zarra era Montoya, poco euskaldún a primera vista y, como muchas otras cosas, síntoma claro de que, diga lo que diga el PNV, detrás de casi todos sus héroes se esconde un maketo. En sus doce o trece años de carrera con el Bilbao, marcó en liga trece goles al Atleti, que no es mal resultado para nosotros. Particularmente recordado es, todavía, el empate a seis goles en el Metropolitano de la temporada 49-50. El Bilbao, con la delantera antes mencionada al completo, y el Atleti con otra no menos temible: Estruch, Ben Barek, Calsita, Carlsson y Juncosa. A pesar de tan abultado marcador, Zarra metió un solo gol: me malicio que algo de cariño tenía a sus colores hermanos. Prueba de ello es, a mi juicio, que Zarra participó –vestido de rojiblanco madrileño– en dos partidos amistosos cuando ya casi no contaba para el Athletic Club. Tres semanas antes del espectacular empate antes mencionado, el 8 de enero de 1950, y formando en la delantera atlética en lugar de Calsita, ayudó a ganar al Racing de Buenos Aires, allá, por 1-2. Posteriormente, en 1953, volvió a jugar con el Atleti contra el Atlético Independiente de Avellaneda; aunque perdimos 3-5, Zarra participó en los tres goles: marcó uno, dio el pase del segundo y, fruto de un penalti que le hicieron, marcó Escudero. Al gol marcado por Telmo en ese partido corresponde la foto que encabeza todo esto: no se hace raro verle con la camisola rayada, aunque los pantalones son más claros que los negros del Bilbao.
Chica de ayer

Powered by Castpost

miércoles, marzo 01, 2006

Chipirones en (su) tinta


La cocina de los cefalópodos es, junto con la del bacalao, una de las más genuinamente hispanas: el pulpo en sus múltiples tamaños y variantes, las rabas de calamar, los chopitos, las sepias y sepionets, los calamaritos, los chipirones…No hay región marítima española que no exhiba un amplio muestrario al respecto. Servidor, que, como San Froilán, nació en los arrabales lucenses, nunca deja pasar el 5 de octubre sin encomendarse al santo mientras asusta tres veces al pulpo cantábrico antes de cocerlo para prepararlo a feira. Es ésta una muy recomendable devoción para un cocinillas agnóstico: sin élla, no conseguirás el punto de cefalópodo alguno durante todo un año, salvo que visites, tras penosa y genuflexa procesión, la misma catedral de Lugo y caigas de hinojos, arrepentido y con auténtico dolor de corazón, ante la imagen de la Virgen de los Ojos Grandes. Si, además, escupes en la tumba de Enrique de Trastámara, el hideputa que en Montiel asesinó a Pedro I El Justiciero, conseguirás, como indulgencia especial, la capacidad para guisar unos chipirones en su tinta según receta que paso a transmitirte.
Los chipirones ideales serán de entre 7 y 10 centímetros de porte, contando los podos. Lávalos muy bien al grifo, y quítales el suavísimo y enrojecido condoncillo que los rodea, operación que llevarás a cabo con tus propios dedos. Retírales, así mismo, la delicada pluma interior y las aletas, si es que éstas no se han desprendido en la descondonación. En mi opinión, se debe conservar –siempre que se pueda– la cefalopodia propiamente dicha: algo se sabor añadirá. Escúrrelos bien y sálalos ligeramente, ya que la tinta que emplearemos lleva una interesante cantidad de cloruro sódico. Pon en la sartén un chorreón braguero (es decir: que cubra el culo) de aceite y, a fuego medio, sofríe los chipirones hasta que muden su brillo natural por un blanco mate: cuida de que no lleguen a tostarse. Separa, armado de una espumadera, los chipirones que habrán soltado algo de pringue muy olorosa. Sosiégate con el aroma y abre una botella de blanco, a tu elección. Separados los sofritos chipirones, añade un generoso puñado, o dos si son pequeños, de cebolla picada a la sartén y póchala despacito. Aprovecha el ínterin para tomarte un vino del que has abierto y majar, en mortero de madera, cuatro dientes de ajo y perejil a tu gusto. Cuando la cebolla comience a estar, añade la mixtura y, unos minutos después, una cucharada mediana de pimentón ahumado de la Vera (por ejemplo, La Chinata). Remueve bien con cuchara de madera para evitar la peligrosa y fatal quemazón del natural colorante y añade, para apagar su sed, un vaso generoso del vino blanco. Deja que pierda el alcohol y, entonces, vierte sobre el riquísimo sofrito el contenido de unas seis bolsitas de tinta de calamar. Debes obtener, tras esta operación, una negra ambrosía que dejarás tranquila hasta que empiece a hervir. Entonces, sumerge en élla los chipirones sin desperdiciar un mililitro del caldillo negruzco que habrán exsudado lentamente en el recipiente donde los colocaste aguardando su feliz sino. Calienta a fuego medio-alto durante unos siete minutos, y a la mesa. Sin otra compaña, o protegidos por un artístico montoncillo de arroz blanco hervido, procederás entonces, con gran cuido, a la pitanza. Sigue con el blanco y, claro es, un buen pedazo de pan de calidad. Cuando las comisuras de tus labios comiencen a ennegrecerse, recuerda a San Froilán: él te guiará en venideras aventuras cefalopódicas.