martes, febrero 28, 2006

Exaltación y apología del Airén


Hace unos años, con la implantación en las Tierras Raras de nuevos varietales de vitis vinífera, los irrefutables técnicos administrativos acuñaron la expresión “variedades mejorantes” para referirse a exóticos vidueños, naturales en general de la Françe, que asaltaron nuestros majuelos con desiguales resultados. ¿Mejorantes de qué? La contumaz coletilla, calcada de otra procedente, esta vez con sentido, de la zootecnia (”razas mejorantes”) ha sido progresivamente sustituida por la más políticamente correcta de “variedades complementarias”, que no quiere decir absolutamente nada pero dota a los agrónomos oficiales de un nuevo taxón en el que incluir todo lo que no sea lo de toda la vida, es decir, cencibel, garnacha tintorera, garnacha fina y airén. El airén es, ni más ni menos, el varietal cuantitativamente más importante del mundo en superficie cultivada: entre el treinta y el treinta y cinco por ciento del viñedo español está plantado con cepas Airén. Este porcentaje se eleva al aproximadamente setenta por ciento aquí en las Tierras Raras. Si Serrat se preguntaba, refiriéndose al Palmo, sobre cómo hacer buen vino de una cepa enana, podemos cuestionarnos, igualmente, cómo hacer buen vino de algo tan abundante. La respuesta está en la sensatez, en el buen gusto del elaborador y en el mantenimiento de las viejas costumbres, complementadas –aquí sí– por las tecnologías más actuales. Las cepas airén están perfectamente adaptadas al peor clima de las regiones vitícolas, que es el nuestro: escasísima agua, veranos extraordinariamente calurosos, heladas tardías y, cuando toca, incesantes lluvias en junio. Para acabar de pintar el retablo de las maravillas, suelos torpemente calcáreos, de escasa profundidad, poca aireación y mal drenaje. Y, ahí, el airén se bandea cual rufián en la mancebía: es capaz de producir hasta seis kilos de uva por cepa en secano rabioso, con unos racimos hermosísimos de granos perfectamente redondos y justamente separados entre sí (“que corra el aire”, le decía la casta novia al mozo empeñado en rozar las carnes prietas), precisamente para prevenir infecciones fúngicas.
El vino de airén es de clarísimo color, aunque no particularmente rico en aromas primarios; sin embargo, los que se aprecian resultan de una frescura herbal extraordinaria. Fermentado en roble, gana algo de intensidad colorante y, aún perdiendo en parte la verde virginidad de la fermentación tradicional, gana en complejidad y pica la nariz con matices de plátano y mandarina. Una excelente combinación, puesta en práctica muy recientemente por ciertas bodegas (Fructuoso, de Alcázar de San Juan, Vinícola de Castilla, de Manzanares, o Peces-Barba, de Orgaz) es la de airén con moscatel de grano menudo: la ganancia en aromas, untuosidad y cuerpo es realmente notable. Si lo ven por ahí, háganse el favor de, siempre por menos de cuatro euros, darse un homenaje manchego.

lunes, febrero 27, 2006

Teoría musical de la despedida


"Sesenta y tres versiones. Lo comprendo muy bien. Es realmente difícil escribir una despedida. Aunque sea en tango, donde hay tradición." (Arcadi Espada, El Pais-Cataluña, 27 de febrero de 2006)

Siempre es más difícil aún despedirse. No tanto verbalizar (o escriturar) la despedida; despedirse, simplemente. Ser consciente de tu falta total de importancia; de que, una vez que te hayas ido, nadie añorará tu vuelta. Despedirse es también renunciar, desechar apegos, dimitir, rendirse: saberse prescindible. Tener la inquietante certidumbre de que, luego, desde la infinita distancia del tiempo, te será dado ver, como a través de un espejo, las cotidianas situaciones en las que, ya, no haces ninguna falta. Y eso lo sabes: lo conoces antes de despedirte. Pero la marcha es inevitable; quizá incluso deseada y hasta necesaria. Y aparece el miedo, la anomia que te obliga a escudriñar lo más ignoto de ti mismo palpando a ciegas el calificativo perfecto, el recuerdo más doloroso, la más antigua herida: buscando ayuda donde nadie la ofrece porque sólo tú puedes ampararte. Quisieras encontrar el punto preciso de apoyo para, armado con una palanca de palabras, descerrajar la imaginaria verja que circunda tu ajado jardín, tu laberinto de mal podadas coníferas en el que, sin embargo, tan confortable te sentías. Y, de repente, se hace la luz: ¿un bolero? Descartado. El bolero es la monserga del que quiere volver, del que no se resigna, del que es capaz de aceptar cualquier infame negociación que le permita salvar los inútiles muebles. “Cuando la luz del sol se esté apagando”, etcétera. No, ni aunque sea un endecasílabo común, acentuado en la sexta. ¿Entonces? Un tango, claro. Y empiezas: “¡Chau, no va más!...”

viernes, febrero 24, 2006

Agradecido


Tres cosas me hacen rosendiano: su bolañego origen, que le convierte en natural de las Tierras Raras; su acendrado y cantado colchonerismo; y su rock. Bueno, también que una vez le adelanté entre Puerto Lápice y Arenas de San Juan viniendo de Madrid. Él conducía un más que desvencijado SIMCA 1200 color chocolate claro; yo, un R-5 de segunda mano. A pesar de no ir nada rápido (el corazón de su SIMCA no debía de dar mucho de sí), mi Renault tampoco era, claro está, el de Fernando Alonso. Así, fuimos un tiempo en paralelo: el necesario para verle y reconocerle. Era verano y debía de ir a su pueblo a pasar las ferias: como cualquier apuraorzas, que decimos por aquí. Ciertos emigrantes, sobre todo los que proceden de grandes ciudades y se han desprendido, aparentemente, de lo rural, son especialistas en el “¡Qué rico está esto, madre!” y capaces, por ende, de acabar en un pispás con la magra matanza que aún se conserva en la orza con aceite. De ahí ese entre denigrante y definitorio epíteto con el que se los suele describir entre nosotros.

En mis annii feroci, cuando yo era un recién divorciado con sólo veintiocho años, la música de Rosendo, desde 1979 con “Leño” y luego, a partir del 83, con su propio mecanismo, me convertía en el roquero que nunca fui de más joven. Ya se sabe: todo lo que fuera salirse de Leonard Cohen, Aute, Rosa León, Los Calchakis o Víctor Jara era anatema, revisionismo o desviacionismo. ¡La de música que nos perdimos! ¡La de vida que dejamos de comernos, fustigados por la maldita corrección política avant la lettre! “Música yanqui”, decíamos: el rock’n roll era música yanqui: maldita, embrutecedora, cosa de pequeñoburgueses, hippies y gente no concienciada. Afortunadamente, los que empezaron a hacer rock en español acabaron con semejante tigre de papel de un soplido y tres notas: tienen mi agradecimiento eterno. Y, gracias a ellos en buena medida, llegó el feliz día de poder decir que te gustaba. Que te gustaba lo mismo que los boleros, la copla, Machín o Sara Montiel. ¡Bye bye, Bergman! ¡Au revoir, monsieur Godard!

Déjame que pose para ti
eres tú mi artista preferida
déjame tenerte junto a mí
prometo estarte agradecido
prometo estarte agradecido.

Si fuera yo capaz de conseguir
tenerte alguna vez entretenida
hacerte por lo menos sonreír
prometo estarte agradecido
prometo estarte agradecido.

No te lo pienses más
baja la guardia y mira atrás
nadie te va a alcanzar
no tienes rival no tienes rival.

Me paso el tiempo viéndote venir
y pasas a mi lado distraída
si dejas que camine tras de ti
prometo estarte agradecido
prometo estarte agradecido.

Te tengo tantas cosas que decir
y tú como si no fuera contigo
la historia se repite y aún así
prometo estarte agradecido
prometo estarte agradecido.

jueves, febrero 23, 2006

Paolo Futre


(Para Bremaneur, que, viendo jugar a Futre, creyó que hay un Dios y se llama Paolo.)

Los periodistas deportivos clásicos eran, de todos es sabido, proclives a los calificativos zoológicos para designar a grandes futbolistas caracterizados por su velocidad: Piru Gainza, “El gamo de Dublín”; Joaquín Peiró, “El galgo del Metropolitano” o Eusebio Ferreira da Silva, “La Pantera negra” son sólo algunos ejemplos. Más recientemente, la luego desvirtuada “Quinta” del Buitre, por la “quinta marcha” que entonces empezaba a aparecer en los automóviles de serie, coronó, más aún si cabe, a su creador, Julio César Iglesias. Nadie, sin embargo, se atrevió a calificar a Paolo Futre. Nadie osó plasmar la poesía triste de sus arrancadas, el ritmo casi de endecasílabo anapéstico –por lo perfecto, largo, pautado y musical– de sus internadas, la pitagórica precisión de sus centros al área, tantas veces, ¡ay!, desaprovechados por los Manolos de turno. Sería tópico escribir que Paolo, clásicamente bellísimo como el inicio de un poema de Pessoa, tenía, sin embargo, en sus ojos la tristeza de un fado: tópico, fácil y obvio. No: Paolo arrastraba la melancolía de lo inútil, la ajada irritación de lo fatuo. Tantos y tantos fueron los magníficos balones que nadie remató, los milimétricos pases que ningún compañero acertó a prolongar que, cada uno de ellos, significó una lágrima más en el pañuelo, una nueva muesca en sus cachas de brillante músculo, otro agujerito en su depresiva faz, que él disimulaba con una larga melena oscura y abrumada como la atlántica latinidad portuguesa.
Sólo una vez vi jugar a Paolo Futre en vivo. Fue un treinta de marzo de 1991, Domingo de Resurrección, en el Camp Nou. Aunque el resultado final fue empate a uno y no salimos mal parados, nuestro lugar en el campo era el peor que imaginarse pueda: de pie, exactamente detrás de una portería y a cinco metros del césped; cualquier jugada que transcurriera más allá de los límites de nuestra área de castigo, resultaba prácticamente invisible. En la primera parte, el Atleti atacó contra dicha portería. Lo de “atacar”, en este caso, es una pura licencia poética porque el equipo que Tomislav Ivic puso sobre el césped presentaba ¡seis! defensas puros (Tomás Reñones, Pachi Ferreira, Solozábal, Juanito, Juan Carlos y Toni), amén de un medio defensivo (Vizcaíno). Sin embargo, antes del primer cuarto de hora, Paolo ya había dejado atrás unas pocas veces al rapidísimo Ferrer, el excelente lateral del Barça que acabó jugando en el ramplón Chelsea de los tiempos ante-Abramowitz. Hacia el minuto treinta, y a cinco metros del banderín de córner, el musculoso defensa no aguantó más: esperó la carrera de Paolo y, cuando éste hizo su regate favorito, pivotando sobre su pierna izquierda para acabar rolando hacia adentro, le metió la bota a la altura del gemelo. Futre se rompió y fue inmediatamente sustituido por Alfredo Santa Elena. Ferrer se ganó la amarilla, pero nosotros nos quedamos sin banda izquierda durante los casi dos meses que duró la lesión: en efecto, Futre reapareció, durante sólo treinta y seis minutos, el 19 de mayo siguiente contra el Logroñés en el Manzanares. Ganamos 3 a 1.

miércoles, febrero 22, 2006

Hermenéutica del Atascaburras


(Para Melò, que me sugirió la sábana, y para Copias, que lo añora.)

De que le vi llegar con la albarda en la mano, dije: a por la burra viene.” Esta sentencia resume la lógica de las tierras raras. Es una lógica de martillo y yunque: sencilla aunque eficacísima, sin necesidad alguna de interpretación o matización. La cocina es hija directa de la lógica; y de la necesidad, claro. ¿Qué se puede hacer con patatas, huevos, ajo, aceite y el único pescado que sobrevive a la infinita distancia al mar de estas tierras de frontera? Ajoarriero manchego o, por más poético decir, atascaburras. Plato de rápida factura y fácil deglución, igual sirve para el niño que para el viejo desdentado, que no deja de ser un niño con melancolía. Y aporta los tres principios inmediatos en cantidades equilibradas. Eso lo comprendemos ahora; nuestra historia, en fin, no es más que intentar comprender lo que de siempre se ha sabido. El inicio de la intrahistoria del atascaburras, tiene mucho que ver con el pilpil pues, al igual que los vizcaínos, comenzamos por sofreir ligeramente en buen aceite, y a fuego mínimo, unos ajos laminados impidiendo que lleguen a tostarse. Cuando las láminas se rompan sin dificultad bajo la leve presión de una cuchara de madera, habremos conseguido su sazón. Separaremos el frite del fuego, y lo dejaremos a su amor hasta que la ley del enfriamiento que formulara Newton se cumpla y su temperatura se iguale a la de la cocina. Por otra parte, habremos desalado durante doce horas, cambiando el agua un par de veces, un par de buenas porciones de lomo de bacalao. No es menester llegar a su completa rehidratación, pues la sal que aún conservan será la que el plato lleve. En abundante agua, llevaremos los lomos de bacalao hasta que comiencen a producir esa espuma blanca y odorífera que, a más de contentarnos el estómago ante la perspectiva, nos avisará de que ha llegado el momento de retirar del fuego. Si nos pasamos en el tiempo de esta breve cocción, el pescado quedará seco y zapatero y, salvo que queramos elaborar un “plato-homenaje” a la nada mental, no debemos alcanzar dicho punto de sobreguisado. Pelaremos y lavaremos cinco patatas medianas que, troceadas sin miramientos, coceremos, éstas sí, unos veinticinco minutos acompañadas de un par de huevos. No es que la operación precise de particular valor o viril gallardía: es que el plato requiere dos huevos duros. Y ya lo tenemos todo. Majaremos hasta convertir en finas hebras los ajos con una miajita de su aceite; pelaremos los huevos y separaremos variables: las claras serán, entonces, finamente troceadas; es también el momento de deshojar el bacalao, que ya tendrá una temperatura apta para ser manejado sin quemarse. En un recipiente semiesférico truncado por su base (de otro modo no sería fácil la operación, al menearse éste como un tentemozo), mezclaremos las patatas, las hojas de bacalao, la picada clara de los huevos y el majado de ajo y, ayudados por un tenedor grande de madera, empezaremos a majarlo todo, añadiendo chorreones generosos del aceite frito y frío. Proseguiremos la operación hasta que la patata deje de pegarse al tenedor: ése es el momento, señores. Alisaremos la superficie, por mor de la refinada presentación y, provistos de un rayador metálico, haremos añicos una de las yemas –ahora ya amarillas esferas– espolvoreándola sobre el guiso. Un manojito de berro artísticamente colocado en el centro, dará una nota de prescindible color. Se puede tomar templado, es decir, justo después de guisarlo, o dejarlo un buen rato hasta que se enfríe por completo. Personalmente, prefiero la primera opción. Lo podemos acompañar, albarda sobre albarda, con un Airén del año, más aún en este tiempo cuando ya el vino, embotellado hacia mitad de diciembre, ha adquirido todo su cuajo. Si el Airén fermentó en barrica, la felicidad será tal que veremos disiparse las nieblas que cubren estas tierras raras y hasta brotará de nuestra sesera un haiku manchego:
Melancolía
En el plato la nieve
Atascaburras

martes, febrero 21, 2006

Tintos del año


Consecuencia directa de la xilofilia que lleva años apoderada del mundo enólico ha sido la práctica desaparición, quizá no tanto física como, desde luego, comercial, de los vinos tintos del año. No suelo estar muy de acuerdo con los gurús de cualquier materia; no obstante, algo de razón hay que darle a Parker cuando, cuatro años atrás, afirmaba que los tintos españoles tienen un grave exceso de “maderitis”, como él denominó a la patología vínica cuyo síntoma patognomónico es la sensación de estar bebiendo jarabe de roble en lugar de zumo de uva fermentado. Los tintos del año (no me gusta la usual denominación de tinto joven: me parece cursi y procedente del argot publicitario), salvo aquéllos donde se ha empleado la malhadada maceración carbónica que los convierte en jugos de fruta más aptos para el tetrabrick o los potitos Bledine que para el trago breve y seco como el sonido de un 38 especial, son la magnificación de lo sencillo, de lo elemental: instinto básico del enófilo, puros aromas varietales sin más oropeles que lo que una buena uva, seleccionada y conveniente tratada, pueda dar de sí.
Los franceses (a ésos sí que habría que comprarlos por lo que valen y venderlos por lo que dicen que valen) llenan cada año los locales de comidas y los bares de chateo con su alegre: “Le nouveau Beaujolais est arrivé”; y todo el país, como un sólo hombre, a rasparse la garganta con el Beaujolais, a barnizarse las encías con el Beaujolais, a acidificarse el estómago con el Beaujolais. Como si fuera el elixir de la vida eterna o el bálsamo de Fierabrás. Aquí, sin embargo, con vinos mucho más matizados y redondos, mucho menos ácidos y tánicos, seguimos soñando con la madera. Como auténticos snobs “que saben, porque no beben el vino de las tabernas”. Los tintos del año manchegos o valdepeñeros son una oda a la sensatez. La dureza del clima, que impide una síntesis excesiva de antocianos, y la alcalinidad cálcica y potásica de los suelos, que produce mostos de escasa acidez total y liviano pH, generan vinos de dudoso futuro en la madera más allá de la crianza, pero de un brillantísimo presente para ser bebidos cuando la fermentación maloláctica ha concluido y las lágrimas de glicerol son visibles en la copa. El que hoy fotografío está elaborado en Tomelloso, patria del blanco Airén y pueblo donde se producen las mejores holandas de España, que luego irán a envejecerse tranquilamente a Jerez: no es mal destino el de la holanda; no es mal retiro de jubilación expectante. Por tres euros la botella, tenéis ante vosotros un vino más que decente, sin alharaca alguna y sin más tarjeta de visita que un color excepcional, la limpieza propia del humilde y la lealtad a la cencibel –de la que procede sin mezclas ni máculas– como metáfora de estas Tierras Raras. Manchega cordura fermentada. Honestidad embotellada. Vino del año.


lunes, febrero 20, 2006

MacRory's, Great Horton, BD7 1DP


Ray (de Raymond) Quick-hand MacRory es un escocés de algo más de cincuenta años, bajito y pelirrojo, que antes de pub-owner fue guitarrista en un grupo de escasísimo éxito llamado The Sesquipedalians. Cuando le pregunté la razón de tan curioso nombre –el término se aplica a una palabra larguísima o a algo muy coñazo–, me contestó sin inmutarse: “I was the tallest of the band…” y siguió tirando la pinta de “Directors” que, poco después, descansaría en mi estómago tras hacer una ligera parada en el paladar. Su pub se llama, curiosamente, MacRory’s y ocupa el sótano del minúsculo Beechfield Hotel. Si logras bajar sin mayores tropiezos los escasamente iluminados doce escalones de arenisca desgastada, toparás súbitamente con algunas espaldas y una vaharada de humos diversos. En no más de cincuenta metros cuadrados, casi a escala con el propietario y sin otra iluminación natural que la de dos pequeños tragaluces con unos cristales casi opacados por una mugre arqueológica, coexisten pacíficamente la barra en L, con una casi impenetrable entrada a los servicios a su derecha, ocho toscas mesas de madera oscura con bancos corridos y un pequeño escenario donde las noches de jueves, viernes y sábados se toca “live music”. El local está muy cerca de la Universidad por lo que es frecuentado, a más de por ex-hippies y rockeros coetáneos de Ray, por múltiples alumnos continentales que pasan en Bradford su año Erasmus. Ray es particularmente atento con los españoles y, de vez en cuando, les pide un Ducados que es el único tabaco hispano que parece conocer. En el verano del 77, The sesquipedalians recorrieron on tour algunas localidades de la Costra Brava más turística, tocando en los hoteles tomados por los british; desde entonces, Ray ama el Ducados, el Rioja y el chocolate marroquí. Conserva, además, dos viejas casettes de Triana (El Patio e Hijos del Agobio) que, si se siente bien y hay poca gente, puede ponerte a media tarde cuando la luz amarillenta de las farolas de Great Horton comienza a adivinarse detrás de los tragaluces con cataratas.

viernes, febrero 17, 2006

Lucy in the Sky with Diamonds


(Dedicado al Marqués, no tanto por los Beatles como por la farmacología.)

“Corrí las cortinas e inmediatamente caí en una especie de peculiar estado de borrachera caracterizado por una imaginación exagerada. Al cerrar los ojos, surgían a mi alrededor cuadros fantásticos de extraordinaria plasticidad e intensos colores”. Esto escribía Albert Hofmann el día 16 de abril de 1943. Por la mañana, en los laboratorios Sandoz de Basilea, donde trabajaba como reciente postdoctorado, había recristalizado un nuevo derivado (el número 25) del ácido lisérgico; se trataba de su dietilamida y, aunque él lo ignoraba, las centésimas de gramo que, suspendidas en el aire, habían ido a parar a su nariz eran las responsables de todo. Hoy, este químico centenario (cumplió cien años el pasado 11 de enero) vive felizmente retirado en Alsacia, como puede verse en la fotografía, y se dedica a pensar, a dar alguna rara conferencia y a fabricar Kirsch de cerezas casero. Estudios farmacológicos muy posteriores descubrieron la extraordinaria conexión LSD-receptor serotonérgico, clave para entender el mecanismo de acción de fármacos como la fluoxetina (Prozac) o la sertralina (Zoloft) así como de los más eficaces antipsicóticos empleados en el tratamiento de la esquizofrenia.Treinta y cuatro años más tarde, un tal John Lennon escribió la letra de una hermosa canción que refleja sensaciones muy parecidas a las de Hofmann aquella tarde del 16 de abril. En parte por corrección política avant la lettre, en parte por expurgar la realidad adictiva de los Beatles, se ha dicho luego que la canción iba dedicada a una tal Lucy Richardson, compañera de Julian, el hijo de John, en el colegio Heath House de Weybridge, Surrey. Se afirma, incluso, que Julian pintó un hermoso y colorista dibujo al que tituló “Lucy in the sky with diamonds”: hay que preguntarse qué le darían de merendar al pobre Julian. Uno prefiere quedarse con la versión química del asunto y suponer que la canción de hoy hace referencia al LSD-25; lo de la amiguita de Julian –desgraciadamente, fallecida de cáncer el año pasado–, mutatis mutandis, si e vero, e mal trovatto.

Picture yourself in a boat on a river
With tangerine trees and marmalade skies.
Somebody calls you, you answer quite slowly,
A girl with caleidoscope eyes.

Cellophane flowers of yellow and green
Towering over your head.
Look for the girl with the sun in her eyes
And she's gone.

Lucy in the sky with diamonds

Follow her down to a bridge by a fountain
where rocking horse people eat marshmallow pies.
Everyone smiles as you drift past the flowers
That grow so incredibly high.

Newspaper taxis appear on the shore
Waiting to take you away
Climb in the back with your head in the clouds
And you're gone.

Picture yourself on a train in a station
With plasticine porters with looking glass ties,
Suddenly someone is there at the turnstile,
The girl with caleidoscope eyes.





jueves, febrero 16, 2006

Jose Eulogio Gárate


Noche del ocho de enero de 1967. El frío y un fogonazo verde intensísimo bajo las luces artificiales de los focos. Mi primera vez en el Manzanares, luego Vicente Calderón. Jornada dieciséis del Campeonato de Liga. Atlético de Madrid contra Athletic Club de Bilbao. Por el Atleti: San Román; Rivilla, Griffa, Calleja; Iglesias, Glaría; Ufarte, Luis, Gárate, Urtiaga y Cardona. Minuto 5 de la segunda parte. El Bilbao achucha, y el Atleti echa de menos a Adelardo, ligeramente lesionado. Vamos empatados a uno. Córner a favor del Atleti. Se saca desde la esquina izquierda del fondo sur. Un jovencito tímido, con unos andares curiosos a medias entre la elegancia de Peiró y la displicencia de Luis, se acerca a la esquina y acaricia el balón. Lleva muy poco tiempo en el Club. Han logrado ficharle porque, en Madrid, puede hacer la carrera de Ingeniero Industrial. Su padre es uno de los socios de la empresa G.A.C. que fabrica hermosas bicicletas, fuertes y pesadas: para toda la vida. Se llama Jose Eulogio Gárate y ya ha marcado algún gol con el equipo. En el área, Echeberría y Senarriaga, defensas del Bilbao, pugnan por evitar los saltos de Luis y Glaría, los hombres más altos del Atleti. El joven Gárate mira al área: todos cubiertos. Iríbar le observa desde la lejanía abriendo sus enormes brazos cubiertos con el jersey negro. “Saca de una vez, mocoso”, parece decirle. Tres pasos hacia atrás de la pelota, breve carrera lenta, toque sutilísimo y el balón, describiendo una doble parábola abajo-arriba-abajo y derecha-izquierda burla a Iríbar y se cuela por la escuadra derecha de la portería. Directamente. Sin tocar a nadie. Quebrando limpiamente el aire. En silencio. ¡GOOOOOOL! Detrás de nosotros, un señor mayor saca su limpio pañuelo y, mientras lo blande, grita entrecortadamente: “¡Cuántas tardes de gloria vas a darnos, chaval!” Si Dios existe, ha nacido en Sarandí y se llama Gárate, Jose Eulogio Gárate Ormaechea.

miércoles, febrero 15, 2006

Noticia, elogio y receta del pilpil


(A J. Ch. que en Washington tiene difícil la práctica del arte.)

Existen diversas formas de cocinar las cocochas, esas deliciosas concreciones grasas que pescados como la merluza o el bacalao nos regalan con la marina generosidad de los vientos. Rebozadas no dejan de estar interesantes, aunque si el punto de fritura no es el correcto, propenden a una cierta sequedad salina; en salsa verde, se tornan gelatinosas y placenteras de aplastar entre la lengua y el paladar devenidos en muscular prensa. Sin embargo, la forma reina de guisar tan deliciosas amígdalas es, en mi opinión, el pilpil. La forma reina y, quizá, la más complicada. Aunque, como todo en la cocina (y en el laboratorio y en la cama: los tres únicos lugares del mundo donde nunca hay que tener prisa), tiene su receta y su truco. Sofríanse muy ligeramente, en aceite virgen de Cornicabra (el Arbequina tiene, en mi opinión, un excesivo tono verde para este menester) dos o tres laminados dientes de ajo morado de las Pedroñeras junto a un par de guindillas. Retírese del fuego y déjese enfriar hasta temperatura ambiente. Este punto es crucial, como ahora se verá. Atemperado que esté el aceite, deposítense en él –con gran cuido– las cocochas formando una sóla capa y con la piel hacia abajo. Sálese al gusto. En el fuego más pequeño de la cocina, y puesto al mínimo, dése un liviano calentamiento mientras comenzamos a bailar las cocochas, es decir, a mover la sartén en sentido circular sin detenernos. Observaremos entonces la aparición de minúsculas esferas blanquecinas procedentes de la grasa del pescado. Este descubrimiento nos dará ánimo y valor suficientes como para proseguir nuestro sensual meneo. De vez en cuando, retiramos del mínimo, casi simbólico, fuego y seguimos bailando las cocochas cabe el hogar, por ejemplo sobre la encimera de la cocina o sobre la utilísima tabla de cortar. Poco a poco, el aceite se irá transmutando en un apetecible vitriolo amarillento de exquisita viscosidad al ir emulsionando la grasa, acompañada de proteína, agua y sal, que procede de las cocochas; transmutación alquímica ésta: VITRIOL, Visita Interior Terrae; Rectificando Invenies Occultum Lapidem. La piedra oculta en el interior de nuestras cocochas, rectificada en el aceite, transforma a éste en oro líquido. Si inicialmente damos excesivo calor, la cococha, de natural sutilísimo y delicado, se tostará exteriormente impidiendo el intercambio o difusión de la grasa más allá de sus membranas: y no habrá pilpil sino cocochas aceitadas, bodrio absolutamente incomible, indigesto y casi procaz. Al cabo de un cuartito de hora, más o menos, todo se habrá consumado. La fotografía muestra los restos del naufragio, las ruinas del plato inteligente. Lo acompañamos, preceptivamente, del Chardonnay 2005 de Finca Marisánchez. La relación de la posterior libación de destilado, la dejo para otro día.

martes, febrero 14, 2006

Historia del vino




La historia del vino es, fundamentalmente, la historia del tiempo: como cada uno de nosotros, el vino es hijo de sus horas. No sólo del tiempo que puede cuantificarse, etiquetarse y, desde luego, cobrarse. También, y fundamentalmente, del que transcurre antes de hacerse líquido: del tiempo en la viña. Desde que, para mitad de marzo, las cepas comienzan a llorar, hasta los últimos días de agosto: entre cinco y seis meses de vida. En el silencio de una mañana de abril, las espalderas de cencibel comienzan a abrir sus mariposas: los botones de algodón que parecen supurar de la recia madera de los pulgares desechan el capullo blanquecino que los recubre y, como en la metamorfosis de un insecto, aparecen las tiernísimas hojas de bordes rojizos. Una helada entonces, una sequía prolongada, un golpe de calor y todo se habrá perdido. Desde ese momento, la historia del cultivo es la de un constante peligro. La floración no será buena si la temperatura no es, exactamente, la apropiada; un año húmedo y templado, producirá oidio o, peor aún, mildiu, arrasando por completo la maduración de los racimos; un agosto excesivamente caluroso inhibirá la síntesis de antocianos y obtendremos un mosto carente de color, nada propicio para la vinificación y la crianza; las lluvias tardías conducirán a caldos de bajo grado y, si el calor no aprieta, a botritis innoble. Y, como no hay enología sin viticultura, en ninguno de estos casos (posibles, probables, inevitables) produciremos vino que se pueda denominar así. Al beber vino, estamos bebiendo tiempo, azar y necesidad: historia. Estaciones fermentadas.


(Fotos: Espaldera de cencibel. Finca Marisánchez en Abril y Noviembre)

lunes, febrero 13, 2006

The Westleigh Hotel



Bradford es, después de Sheffield, la segunda ciudad más fea de todo el Reino Unido. Desértico monumento a la reconversión industrial textil de los primeros sesenta, es hoy un espacio urbano sin otra característica reseñable que una interesante colección de viejos pubs familiares, aún al socaire de las multinacionales cerveceras, donde degustar un importante número de cervezas artesanas. Uno de estos pubs es el que se encuentra en los bajos de un pequeño hotel familiar, el Westleigh, que hoy traigo a estas tierras raras. Mark y Rachel, sus propietarios, galés él y ella escocesa, tienen dos especialidades: el deep-fried scampi y una vieja juke-box donde, por sólo una libra, puedes escuchar cinco canciones del repertorio, con una antigüedad media de veinticinco años. Los sábados y domingos, fútbol en su pantalla gigante de televisión. Como los partidos se siguen jugando a las tres de la tarde, es el momento perfecto para digerir el lunch (plato de scampi acompañado de una o dos pintas de Mansfield ,la cerveza de la casa) con un dedo de single malt que Rachel sabe escoger a la perfección.


viernes, febrero 10, 2006

La estatua del jardín botánico


Esta es una de las canciones que me tienen irremisiblemente atrapado. Quizá porque si algo me gusta de las ciudades son los jardines botánicos, monumentos a la vida quieta de las plantas, extraños laboratorios saviamente animados: con uve de savia. Cartelitos con hermosos nombres latinos: taxonomía, la pasión científica del XVIII. El también irremisible afán de clasificar, de ordenar, de alumbrar el caos con las amarillentas luces de la similitud formal y, a la vez, fundamental, genética, ribonucléica. Drosera rotundifolia, Quercus ilex, Magnolia grandiflora, Vitis vinífera. Plantas y palabras: almas y armas del agnóstico.

La Estatua Del Jardín Botánico

Un día más me quedaré sentado aquí,
en la penumbra de un jardín tan extraño.
Cae la tarde y me olvidé otra vez
de tomar una determinación.
Esperando un eclipse me quedaré;
persiguiendo un enigma al compás de las horas.
Dibujando una elipse me quedaré
entre el sol y mi corazón.
Junto al estanque me atrapó la ilusión
escuchando el lenguaje de las plantas,
y he aprendido a esperar sin razón.
Soy metálico en el Jardín Botánico:
con mi pensamiento sigo el movimiento
de los peces en el agua.

(Fotos: Real Jardín Botánico de Kew, Londres)

jueves, febrero 09, 2006

Oscuras maniobras



















La prensa deportiva de Madrid es arrebatadoramente blanca: amarilla pero blanca. Prensa-banana, vamos: amarilla por fuera y blanca por dentro. Por eso, cada vez que alaban el juego del Atleti me echo a temblar. Más aún si, como ahora, las alabanzas coinciden –qué casualidad– con pasajeras crisis merengonas de resultados (¡Vivan Zaragoza, la Virgen del Pilar y La Matilde donde, en el lejano año de gracia de 1984 probé por vez primera el coupage de cencibel y cabernet-sauvignon, luego tan afamado!). Es una maniobra evidente, pero no por ello menos aviesa: la prensa de(l) Madrid se vuelca en alabanzas al juego del Atleti: nuevos aires, ahora sí, este Atleti convence… en fin, toda la colección de frases que los periodistas guardan en la carpeta “Mis tópicos” y que tan deletéreos efectos producen en la psique de aficionados y plantilla. Los jugadores rojiblancos, nada acostumbrados a semejantes comidas de oreja y de natural maníaco-depresivo, caen irremediablemente en la autocomplacencia y acaban cagándola ante el primer mindundi que pisa el Calderón. Vean, si no, la portada que el Marca (antaño bastión colchonero) nos recetó el día de nuestra última victoria en el Bernabéu.

(Luego, a segunda.)

((Claro.))

miércoles, febrero 08, 2006

Ostras en Blackpool


Las ostras del mar de Irlanda, un mar extraño de color marrón y playas de chinatos, son algo bastas pero de un tamaño importante y un decente sabor. Acompañadas por una pinta de Ale de Newcastle se dejan comer sin excesivos problemas. En un pais como Inglaterra, donde el personal no come sino que, simplemente, se alimenta, las ostras ponen una nota de cierta sofisticación práctica (eso sí) y afrancesada. Desde aquí les prevengo contra ciertos chigres british donde "cocinan" las ostras; cocinar las ostras, para un inglés, es cubrirlas de mantequilla, rociarlas de menta finamente cortada y meterlas al horno hasta conseguir una especie de bola caliente de fibra flotando inane en un pequeño lago de aceite animal: lo más parecido a un emético de urgencia y, en el improbable caso de que consiga que el comistrajo alcance las profundidades de su estómago, un infalibre diarreico.

martes, febrero 07, 2006

Muelas, bourbon y Canal+

Hoy es ocho de marzo: un día nada especial si no fuera porque esta tarde, a las seis, tengo cita con el dentista. Sólo dos cosas me atormentan en esta vida; una, que algún enigmático indú con un nombre de más de diez letras (y sólo dos consonantes) descubra que la Teoría de Grupos es una falacia; y otra, ir al dentista. Me atormenta tanto que, para desgracia de mi boca, llevo quince años sin sentarme en el potro de tortura. Pero hoy me toca: la noche del pasado viernes no puede volver a repetirse. El dolor empezó por la tarde, sobre la seis. Al principio, parecía de tratarse de uno más de mis contínuos achaques dentales. Según la costumbre, tomé un comprimido de Rovamicine y dos cápsulas de Orudis: antibiótico más antiinflamatorio no esteroideo, un cóctel que, siempre, me ha sido de gran utilidad como lenitivo del dolor. Tres horas más tarde, la situación era insostenible: oleadas de bacterias, llegadas de nadie sabe dónde, ascendían por mi primer molar superior izquierdo hasta estrellarse contra el maxilar. Apretaban mis axones con tenacidad asesina. Resultado: la cercanía de la desesperación. Sin cenar, me metí en la cama aprovechando que, por un momento, la tormenta pareció escampar: vana ilusión delirante. A la una y media de la madrugada me levanté. Sobre recetarme de nuevo el antes infalible cóctel medicamentoso, decidí recurrir a remedios naturales: vaso de bourbon sin hielo. Trago del americano brevaje y mantenimiento del buchito en la boca, cercano al foco del dolor. Puse Canal+: la porno de los viernes. Una película francesa sobre dos parejas abiertas a todo. Me serví otro bourbon y encendí un Montecristo del 5: creía recordar algo acerca del valor terapéutico del humo del cigarro contra los trastornos dentales. Poco a poco, el dolor fue cediendo. Según las dos parejas del film se intercambiaban de casi todas las formas posibles (sólo faltó una secuencia de ellos dos montándoselo en el asiento trasero de un Citroën Tiburón), mi maxilar superior comenzó a volver -poco a poco y sólo relativamente- a su ser. A las tres y media volví a la cama donde, mal que bien, hilvané un medio sueño que me condujo hasta las siete. Amanecía. Al mirarme al espejo comprendí que el buñuelo de%2