martes, mayo 23, 2006

Calzadilla (II): cata de espuma

(A Gengis Kant.)

Uno, en su completa ignorancia gastronómica fuera de lo referente a las bodas de Camacho o a la recia cocina de las Tierras Raras, siempre había pensado que la Vichyssoise sería un plato, claro, francés. Por ello, me sorprendí sobremanera cuando, cuatro años atrás, mientras comía con unos colegas galos en un muy agradable restaurante de Nantes, estos mostraran un total desconocimiento al ofrecernos el maître una Vichyssoise como entrante especial. Diez caballeros a la mesa y el único que conocía la sopa fría de puerro, patata y cebolla era el español. De inmediato, sospeché que se trataba de un plato hispano creado, en los lejanos cuarenta, como coquinario homenaje al régimen de Petain. Con el tiempo, me he enterado de que la intrahistoria de la deliciosa sopa fría es mucho más interesante: La Vichyssoise era una mediocre cantante francesa que, en la cercanía de los años veinte, triunfaba en New York bien que no esté claro si por las dotes de su garganta canora o, más bien, de su garganta profunda. Ya conocen todos ustedes la afición de ciertas damiselas francas a lo que allí se llama faire la pipe; les ahorraré detalles por lo tanto. El caso es que de la belle française estaba enamorado Louis Diat, a la sazón jefe de cocina del Ritz-Carlton. Y, en loor de su amada, inventó este plato que es, aproximadamente, una porrusalda con algo de cebolla, hecha puré y rebajada con leche y nata.
Pues bien, con dicho plato –que nos pareció apropiado para maridar con el Moët Chandon-Cuvée Dom Pérignon de 1995– comenzamos nuestra comida del sábado pasado animados por el sensato afán de catar, más tarde, el surtido de Calzadilla. Finiquitado que fue el champagne y celebrando aún sus delicias, procedimos a abrir, ya con el cordero en la mesa, el Shiraz 2002. Primera sorpresa: el color. Escaso rastro de crianza, inexistentes matices de madera en la boca y unos aromas que, en nada, se referían al varietal de la etiqueta. El Marqués, de inmediato, detectó a copa quieta claros signos de fino gas: una desagradable telilla blanquecina se asomaba a nuestros ojos demostrando varias cosas; a saber, que se trataba –por ser bonancibles– de un vino refrescado (es decir, un vino de crianza al que se añade una más o menos generosa proporción de vino del año); que dicho refresco se había realizado con un vino de fermentación maloláctica poco hecha; y, tercer agravante, que ni aún así aparecían los aromas de la Shiraz. Fiasco impropio de un vino que pasa por una cierta categoría. Unos bocados de cordero nos restauraron, empero, del trance y nos concedieron la suficiente fuerza de voluntad para abrir el Crianza de 2001.
Confirmando nuestros ya conocidos criterios a propósito de la edad óptima para paladear los vinos manchegos, el crianza estaba redondito. Se dejaba beber con mansedumbre, seguía con fijeza la sabia muleta de las vueltas en la copa y producía, entonces, una hermosa y potente lágrima que se orlaba de sutiles tonos violeta. Ahí sí hallamos la fina madera y los anaranjados ribetes que son propios de la crianza sabiamente prolongada. Tardó poco en abrirse este 2001 y, entonces, nos entregó, en la nariz, en el paladar y tras la campanilla, todo su cencibélico potencial. Un ligero toque de cabernet le decía lo justo, retrotrayéndonos al gálico inicio de la comida. Consensuamos, nemine discrepante, calificarlo de interesante.
Ya con el cordero en sus estertores últimos, decantamos el Gran Calzadilla 2000. Al llevar delicadamente las amplias copas a la nariz, una mueca de nada envenenó nuestros gestos. Observamos recuerdos, melancolías, sugerencias… pero poco migajón. Este reserva había entregado al tiempo y al cristal su potencia, intentando ahora conformarnos con un acto inane, plano, casi virtual. Poco que decir y menos que beber. Un vino confundido con el paisaje del que procede: sin accidentes, horro de orografía. Sin más defecto que la ausencia de virtudes y sin más virtud que la ausencia de defectos. Moribundo de muerte natural. Frío. No obstante, y por fortuna, a tales alturas de la comida ya el cordero y la amistad habían hecho eficazmente su callado trabajo. Y casi nos daba igual el segundo fracaso de la jornada. En las catas, como en los toros, a veces hay que quedarse con un desplante, con un quite, con un dibujado trincherazo: polvo, mas polvo enamorado. Espuma que, al brillar, desaparece.

sábado, mayo 13, 2006

Calzadilla (I): contra los criterios administrativos de calidad

Lo europeo (para mejor decir, lo francés) frente a lo norteamericano; lo jacobino, devenido más tarde en socialdemócrata, frente a lo puramente liberal; lo estatal frente a lo individual. Estas dicotomías están hoy, más que nunca antes, presentes indefectiblemente en el mundo del vino. Y así como la “vieja Europa” del tópico rancio ha ido progresivamente mudando legislaciones y estructuras administrativas frente al avance (básicamente económico pero también, y a veces sobre todo, social, cultural, político) del nuevo mundo, los vinos europeos –a la fuerza ahorcan– se han tenido que adaptar, para sobrevivir, a lo que dictan los mercados internacionales, los parker, los winespectators y, last but not least, los gustos, apreciaciones y conocimientos de la clientela. En los gastados esquemas de hace veinte años, parecía no haber vida fuera de las Denominaciones de Origen: la regulación, siempre la regulación. De variedades cultivables, de tiempo mínimo en la barrica y, después, en la botella, de límites geográficos perfectamente delimitados hasta el, a veces ridículo, microespacio del terroir

Al igual que en resto de los órdenes, la nueva urdimbre conceptual que el mundo del vino está adoptando promueve la calidad personal frente a la (pretendida) bondad apriorística del origen; las ideas de un enólogo que experimenta frente a los métodos normalizados de producción; lo individual, en el fondo, frente a lo colectivo. El vino moderno es antinacionalista; o post-nacionalista, si lo prefieren. ¿Qué más da, opina el enófilo, que sea chileno, neozelandés, búlgaro o californiano si responde a la calidad que uno espera? Si, además, su precio es razonable, miel sobre hojuelas. De todos modos, esta afición no es exactamente nueva, bien que haya sido en los últimos años cuando ha eclosionado definitivamente: Vega Sicilia, por ejemplo, jamás perteneció a Denominación alguna. A diferencia de los Rioja, cortados todos por un mismo patrón proteccionista y creativo, los de Valbuena de Duero hacían los vinos que querían, introduciendo las variedades que estimaban oportunas y creando escuela. A su prestigio, a ellos, y malgré eux, se debe la creación de la D.O. Ribera del Duero, hoy día casi geográficamente textual incorporando tierras y climas tan diversos como los de Soria, Burgos y Valladolid: casi todo el río en su recorrido español. ¿Hay quien dé más?

De todas las D.O. españolas, si una no tiene sentido en su estado actual es La Mancha. ¿Puede haber un mínimo de homogeneidad, incluso de posibilidad real de control, en una región que cultiva casi un cuarto del viñedo mundial (sí: mundial) en lo que a superficie se refiere? Sin embargo, La Mancha (“Informe Rabobank” dixit) es una de las regiones mundiales con más expectativas de futuro; esto puede significar, si lo leemos cínicamente, que es una de las regiones con menos realidades de presente. Pero no nos pongamos más cínicos de lo estrictamente necesario: el suelo (¡y su precio actual!), el clima y la experiencia centenaria de sus viticultores, hacen de estas Tierras Raras un candidato real al futuro del vino de calidad. Y así lo entienden muchos bodegueros y así lo está empezando a entender el mercado. Irremediablemente, este futuro está, en gran medida, fuera de la actual D.O., anquilosada y lastrada por variadísimos problemas estructurales. De las nuevas bodegas, muchas de ellas embotelladoras bajo la etiqueta “Vino de la Tierra de Castilla”, resaltaré hoy Uribes-Madero, de Huete, en Cuenca, que producen vinos de diversas leches bajo la denominación común “Calzadilla”. La generosidad de un antiguo alumno, al que codirigí su Proyecto Fin de Carrera, me proveyó ayer de tres vinos distintos de dicha marca, de los que iré dando aquí cumplida cuenta de cata. De momento, nos contentaremos con sus imágenes. Las sensaciones, en días venideros.

miércoles, mayo 10, 2006

Post sin fotos, pero con caras

(A Jordi Bernal y Selma, que se me escaparon disueltos en las aguas madre.)
A mi lado, mientras esperamos que llegue la hora del comienzo, una señora de edad abre su bolso; de la cartera de cuero –elegante, sobria, de marca– extrae una tarjeta de visita y, con reconocible acento, amablemente me dice: “Por favor, ¿podría decirme cuál es el código postal que está escrito? Es que he olvidado las gafas de cerca…” Lo hago, y observo que está rellenando, con una letra algo temblorosa pero educada, la solicitud de inscripción a CdC. La señora, por lo que puedo leer en la tarjeta, tiene un apellido largo, nobiliario y catalán. Con una sonrisa serena, me agradece el ínfimo favor. Más tarde, observo que sus aplausos son tan sentidos como comedidos: cinco, siete palmadas no más. Moderación, ironía, seny: el desertizado entorno que hoy habitan Albert Boadella y unos cuantos más. El bufón nos instruyó deleitando, cual aconsejaban los maestros antiguos, los del hambre, la chaqueta algo raída y el lacio pelo gris. “He descubierto los hechos diferenciales. Son muy pocos: caben en este papelito que siempre llevo conmigo.” Francesc de Carreras, didáctico, desmigó los cinco puntos programáticos con la minuciosidad técnica de un enólogo que hablase ante profesionales: sin florituras lingüísticas ni ocurrencias meramente literarias; en profundidad. Arcadi Espada habló, a mi entender, desde una catalítica melancolía, desde una (hoy políticamente incorrecta) sinceridad contagiosa; tras encelarnos con la meritoria, esdrújula y casi impronunciable composición “oximorónico y ornitorríntico” (no pude resistir el casi gritar: “¡Ahí estás tú, maestro!”, arrancando otra elemental sonrisa a la señora del al lado), remató con ese “viva españa” enfáticamente minúsculo, nada cardiovascular: directo al neocórtex.

He dejado pasar el tiempo necesario para que la sobresaturada disolución que, en algún lugar interior aunque ignorado, se estuvo agitando durante el Acto de Presentación y las presentaciones posteriores, alcanzara el estado estacionario; para que el factor entrópico fuera compensado por el calor y comenzara, lenta pero irremediable, la cristalización. Después, tras secar los cristales entre papeles de filtro, he procedido, con pinzas muy finas y la quirúrgica precisión que presta la lupa binocular alumbrada por luz fría, a separar los cristales. Allí estaban. Todos. Hermosamente coloreados unos, límpidamente transparentes los otros. Sin rastro de cocristalización; como en la secuencia de aparición de las sales a partir de las aguas madre extraídas de alguna calcárea laguna manchega. Y he distinguido al cúbico Tsevanrabtan, que mira como escribe: potente, claro, firme, limpio. A Lacónico, el hexagonal, con sus seis caras laterales de ternura y sus amplias bases de sonrisa. Al monoclínico, gandhiano Gengis Kant, quien, tras sus finos lentes, traspasa la realidad. A Voyeure, indudablemente triclínica, que me dio dos besos cuyo cariño no me ha abandonado todavía. Al conquense, sereno y amigable Catón, no sé si trigonal o hexagonal como Laco, con el que comparte afectivas características. A la imprescindible y monoclínica Mobystar que, fíjense ustedes, al preguntarme por Tsevanrabtan (él ya no estaba) me dijo: “¿Es también guapo?”, “¿Cómo también?”, “Sí: guapo, como tú”… Y, claro, a Arcadi. Tendré que pasarle por los rayos X, porque, de visu, no sabría calificarle. Puede tratarse de una macla oculta o, como en la naturaleza, de una solución sólida crecida a capas. Descubrir eso, le valió a Manolo Prieto una portada en Nature; quiero decir que el asunto es importante y no una mera curiosidad académica. Charlar un rato con Arcadi es entender, de inmediato, con la fuerza inasible de la realidad fotográfica, conceptos suyos como la sutura o la trama de afectos. Sin necesidad de medir longitudes de las aristas y ángulos de las caras; sin tener que refinar la estructura; sin estudiar, siquiera, las reflexiones basales: simplemente hablando, mirándose. Simplemente.

jueves, mayo 04, 2006

Allí estaremos todos


Intervendrá también Jon Juaristi. Presentado por la gran Cvalda.

martes, mayo 02, 2006

Chorros de agua, molinos y Galianos.


Querido L.,

Sin apenas tiempo que perder, tuve que reponerme –mal que bien– de la marítima pitanza y la posterior siesta conmemorativa; cómo no, se nos hizo tarde. Y yo, que suelo mirar con detalle los mapas y calcular cuidadosamente distancias, puntos de abastecimiento y lugares donde estirar las piernas (cual si esto fuese en mí posible), me puse al volante sin tener muy claro, incluso, el recorrido completo. ¡Qué candor! Total, si Alcaraz está casi en el límite de la provincia y, luego, no puede ser mucha distancia… Todo verídico; salvo que mi provincia tiene, desde su capitaleja, 148 km hacia el sureste y, más adelante, la distancia no debe medirse como longitud sino como tiempo, al igual que en Asturias, Galicia y otras reviradas y orográficamente endemoniadas regiones. Así, no te sorprenda saber que se nos hizo de noche entre curva y curva, subiendo y bajando cortos, pero abruptos, puertos e intentando controlar cada cartel indicador, cada icono reflectante que nos situara.

El río Mundo tiene, para empezar, un nombre ciertamente curioso. ¿Será verdad que contiene al conjunto de todas las cosas creadas? Parece una idea algo pretenciosa, por más que discurra a lo largo de la provincia de Albacete en su encajonado paseo hasta el Segura. ¿Procederá su denominación de la deformación de Raimundo, considerando que tal se llamase en primero en descubrir sus fuentes o chorros? El agua, filtrada a través de la horadada caliza, fluye al fin como un a modo de húmeda sábana que, concentrándose en puntos determinados por la arrugada piel del monte, forma chorros y, finalmente, espectaculares cataratillas blancas. El calar no llora: suda; su insípido –aunque duro– sudor, redondea las piedas, las agujerea con balas de hielo y se presenta, al sol mañanero, con un verde más intenso aún que el de las nogueras centenarias que lo vigilan. Hermosos son también los topónimos de la zona: Riópar, grave o llana acentuada, Siles, Bienservida, Villaverde, Ayna, Cotillas…e, incluso, el nombre de nuestro hospedaje: “Molino de Pataslargas”. Serias dudas tuvimos sobre la aceptación en él de toda una familia cuyos componentes –con marcadísimas excepciones procedentes, todas, de sangre postiza– se caracterizan exactamente por lo contrario: la cortedad del tren inferior de los A. es, como sabes, proverbial. No obstante, y una vez abonado el estipendio por adelantado, los dueños del molino fueron abrumadoramente amables y parecieron, educadamente, no caer en el detalle contradictorio. Habrá que ver las instantáneas de toda una colección de paticortos de diferentes edades fotografiados bajo un cartel que reza lo contrario: irónico juego de los errores.

Sin entrar en detalles que exciten tus, sospecho por la hora, alborotados y levantiscos jugos gastro-pancreáticos, te contaré que probamos unos excelentes Galianos, llamados por aquí “Gazpacho manchego” en denominación confusa, aunque excitante en el estío, y fatales consecuencias para el poco avisado viajero. Los Galianos son un plato de caza (perdiz, conejo y liebre) que contiene, a modo de pasta oriental, unas obleas de pan ácimo cortadas en trozos aproximadamente triangulares. Dichas obleas se secan mediante tueste cerca de las brasas y presentan, de vez en cuando, partes churrascadillas que les confieren una textura y un gusto quemado muy particular. Por lo demás, son suavísimas en la boca: tan suaves como un platillo asiático de los que importaron y vendieron al mundo los mercaderes venecianos. Bien cocidas en el potente caldo de la caza, adquieren un sabor insuperable: esencia cinegética que embebe la harina y deja en la boca una sensación plena, matinal, soleada. Una casi vaginal sensación de ostra de la tierra adentro. El vino de Villarrobledo nos ayudó a no perdernos en silencios nostálgicos.
Desde el agua rara que quiebra la caliza, recibe un abrazo vegetal y fraterno.

J.M.