viernes, diciembre 29, 2006

Naturalezas

El madroño (Arbutus unedo L.) es un curioso arbolito en el que es posible contemplar, simultáneamente, flores y frutos. Esto no tendría nada de particular si se tratara de elementos de la misma añada: cualquier planta hortícola nos lo permite. Lo llamativo del caso es que los frutos corresponden a la floración del año anterior. Durante todo un año, las pequeñas esferas punzantes van engordando muy lentamente; con la llegada de los primeros fríos, de las primeras heladas realmente, mudan la color hasta convertirse en rojas. Al mismo tiempo, se produce una nueva floración. Esta es una segunda particularidad del madroño: su floración hiemal. Uno se pregunta qué insectos polinizarán las flores: ninguno, evidentemente. El frío los tiene a todos a buen recaudo. Así pues, las delicadas florecillas blancas se autofecundan con más o menos éxito. El porcentaje de fecundación es bajo: menos del cinco por ciento de las flores darán lugar a un fruto. Eso sí: hermosísimo y delicioso.
Frente a la naturaleza viva del madroño del patio, la naturaleza muerta de las perdices rojas y el conejo que nuestro generoso y cinegético vecino nos regaló ayer por la tarde. Es muy interesante y rentable tener un amigo cazandangas: nos provee de setas (macrolepiotas, níscalos…), de diversa caza menor y de buenas anécdotas venatorias. Gracias a él, por ejemplo, sé que el acrónimo V.S.O.P. que lucen las etiquetas del buen coñac francés significa “Virgen Santa, Otro Poquito”, conocimiento faction que no está al alcance de cualquiera. Ya tenemos destino reservado para sus últimos, generosos regalos: el conejo (Oryctolagus cuniculus) se convertirá en una abundante olla de conejo con caracoles (cunill amb cargols), plato ampurdarnés digno de corazones honorables; las perdices (Alectoris rufa) contribuirán sin remedio a la confección de unas judías con perdiz de las que dejaré constancia en este lugar. Además, se las tengo prometidas al Marqués, que anda últimamente quejoso y hasta querenciado con la melancolía de las amistades fallidas. Espero contribuir a su total curación espiritual con un homenaje gastronómico que, convenientemente, regaremos con unas botellas de Quercus.

martes, diciembre 26, 2006

Turbulento pasado

Todos tenemos un pasado. Algunos, incluso, dos; o más: tantos pasados como vidas caben en una vida. Durante mi adolescencia, y antes de entendérselas con Knud Hamsun, Mika Waltari, Leon Uris o, los más novieros, Pablo Neruda, era habitual haber devorado varias novelas de Jose Luis Martín Vigil, esa especie de Corín Tellado jesuítico y de apariencia heterodoxa que tan bien describía a los chicos y chicas ricos y socialmente concienciados, a los caritativos WASP de la España franquista, bautizados con nombres tan exóticos entonces como Coro, Camino, Gonzaga o Borja. Amanecimos con “La vida sale al encuentro”; aprendimos –o eso creíamos, pobres ingenuos– psicología femenina con “Un sexo llamado débil”; inflamamos nuestros solidarios corazones con “Una chabola en Bilbao”. Luego, “Sexta galería” o “Los curas comunistas” representaron nuestro primer desbastado progre. Y, todo ello, durante no más de tres años: los que van de los trece a los dieciséis. Ya lo dice Serrat: Senyora Francis, m'entén...?amb aquests coneixements, què es podia esperar de nosaltres?
Un día, me decidí a escribir al autor de mis desvelos. Ésa, me malicio, era su intención al incluir, al final de sus libros, su dirección postal (Uría, 16. Oviedo y Velázquez, 75. Madrid 6). Me contestó de inmediato: su máquina eléctrica escribía perfectamente sobre un elegante papel Galgo de bastante grosor. Yo, que había compuesto mi carta en una de las ancianas, casi militares Olivetti gris-verdosas de la oficina de mi padre, sentí envidia. En su respuesta, me pedía una fotografía que le envié rápidamente. A los pocos meses, fui a Madrid. Mis padres solían llevarnos a los cuatro hermanos mayores a las rebajas de Enero: allí nos surtían de ropa, generalmente crecedera, y zapatos Gorila (los que incluían una pelotita verde que botaba muy bien). Nos alojábamos en el desaparecido Hotel Sur, en la Gran Vía, casi en la plaza de Callao. La noche de la llegada, más o menos muertos de frío, dábamos lo que mi padre denominaba “un vuelo de reconocimiento” por los escaparates de Galerías Preciados y El Corte Inglés a la búsqueda de las mejores gangas. Una mañana, cumplidos ya los deberes de intendencia que nos habían llevado a la Corte, llegué, previa cita postalmente concertada, a Velázquez, 75. Me recibió un mayordomo con su correspondiente chaleco rayado y me hizo pasar al despacho. Era una habitación amplia, con unas hermosas vistas sobre el barrio de Salamanca, guarnecida por una biblioteca clásica de considerable tamaño. Al fondo, una gran mesa sorprendentemente ordenada dejaba ver, a su derecha, la máquina eléctrica IBM con la que yo había soñado. Un tresillo Chester de magnífico cuero me aguardaba, acogedor, a la izquierda de la entrada. “Siéntese, por favor. Don Jose Luis vendrá enseguida…” Detrás de mí, una marina probablemente inglesa representaba una goleta con escaso aparejo, barloventeando en medio de una fuerza ocho. Al poco, apareció el escritor. Tenía el pelo gris, ligeramente largo, bastante rizado y peinado hacia atrás. Así realzaba aún más una muy visible calvicie frontal. Se sentó junto a mí en el amplio sofá. Hablamos de libros, de mar, de amigos. Llevaba conmigo un ejemplar de “Los tallos verdes” recién comprado. Algo azorado, le pedí que me lo dedicara, cosa que hizo con una formidable MontBlanc provista de tinta negra. Entonces, comenzó a mostrarme unas fotos tomadas durante su última travesía por el Mediterráneo. Mientras yo las miraba, noté que Martín Vigil comenzaba –muy levemente al principio, algo más determinado después– a acariciarme mi oreja izquierda: el lóbulo, concretamente. Miré mi reloj. Doce menos diez. “Uy, qué tarde se ha hecho… He quedado con mis padres a las doce y media en Callao.” “¿Volveremos a vernos?”, preguntó él. “Sí, claro: en cuanto vuelva por Madrid”, mentí. Su cara, había tomado un leve color rojizo. Ahora fue él quien me acompañó hasta la puerta, atravesando un largo pasillo decorado con finos cuadros ecuestres. No le di la mano al despedirme y, al abrir, ya en casa, el libro dedicado, decidí comenzar a leer El Quijote por primera vez en mi vida.

lunes, diciembre 18, 2006

A vueltas con el mono: una aproximación a lo improbable


[Fotografía: Marqués de Cuvaslibres]
(A los once titulares y a los que, por problemas irresolubles, se quedaron en el banquillo.)


¿Cuál será la probabilidad de que personas tan diferentes, tan geográficamente lejanas en algunos casos, tan diversas en formación, gustos, músicas y opciones lúdicas, resulten, sin embargo, superponibles y encajen con la precisión de los pares de bases del DNA? Remota: tendiente a cero, sin duda, salvo que Qtyop me corrija abundante y demoledoramente. Porque, vamos a ver: ¿qué nos mueve a juntarnos? Digo yo que el bebercio y la pitanza pueden ser poderosas razones; mas no: no radica ahí el potencial de mezcla. De hecho, Gengis Kant es abstemio absoluto, Verse bebe moderadamente, el Marqués lo hace con conocimiento, Tsevanrabtan se va acercando a ello por la vía racional y yo propendo a la dipsomanía obnubilante. ¿La formación académica? Podemos descartar la hipótesis: algunos somos de ciencias duras, otros de ciencias moderadamente modernas y, los más, de las letras más letradas. No nos une, por lo demás, ninguna desmedida afición al deporte, descontando –claro está– la barra fija; tampoco a los toros, las actividades cinegéticas con galgos o la filatelia. Podríamos indagar entre las filias políticas: descorazonador resultado. Algunos militamos –con escaso fervor, hay que reconocerlo, aunque con impasible ademán– en Ciudadanos; otros, se orlan más bien con el formato liberal no estándar; los restantes, se sitúan en una cierta izquierda agnóstica. Ni siquiera Darwin, Dawkins o los monos son capaces de reconciliarnos, como pueden dar fe ciertos relojes, una noche que empezó siendo naranja y unos cuantos gin&tonics. Entonces, claro: el Blog de Arcadi, diría algún amigo de lo obvio. Pues no señor. Como es público y notorio, el blog está poblado por una abundante fauna ajena por completo a estas cuchipandas y, por otra parte, los no blogueros que a veces participan en el asunto, suelen encontrarse más o menos razonablemente a gusto en nuestra compaña. Arcadi puede ser, como máximo, el melting pot, el matraz isocórico en el que hemos reaccionado espontáneamente, la levadura, el fermento. Nada más y nada menos.
En termoquímica, la fuerza motriz de los procesos es el descenso de la energía libre de Gibbs, que no me digan ustedes que es un feo sintagma. Sin embargo, dicha energía tiene dos componentes: la entálpica y la entrópica. Un proceso que libere energía calorífica y, además, genere entropía, estará fuertemente favorecido por un valor altamente negativo de incremento de G. Tenderá a suceder; es más, sucederá irremisiblemente una vez superada la energía de activación, también conocida como Sword Energy. Con monos mecanógrafos o no: tendrá lugar. Aquí hay que basar, en mi opinión, el análisis. Juntos, estamos en una situación energéticamente más estable; liberamos energía porque somos capaces de interaccionar sin acercarnos, no obstante, a distancias menores que las correspondientes a la repulsión. Así, los many bodies alcanzan una situación de múltiple equilibrio, con distancias mayores y menores, con enlaces más fuertes y más débiles, pero favorable entálpicamente. Y del componente entrópico, ¿qué decir? ¿Acaso es igual la ordenada conducta diaria de muchos nicks aislados a su errático y libre proceder en los fastos hiemales? (Vale, vale: ya sé que el invierno aún no ha llegado. Pero está aquí, a la vuelta de tres días. Permítame el Sr. Verle la licencia.) ¿Acaso no nos confundimos unos con otros (y, a veces, alguno consigo mismo), decreciendo así la dosis de información, o sea se: aumentando la entropía? De ahí, además, que el factor de temperatura que debe multiplicar al incremento de entropía, resulte irrelevante: primavera, verano, otoño o invierno son siempre favorables. Ça fait rien la température.

lunes, diciembre 04, 2006

Alumnos

La docencia representa, en mi opinión, un doble vínculo. Un doble vinculo que puede conducir a psicosis esquizofrénicas pero que, bien llevado, nos permite flotar, y aún hasta nadar, en el proceloso mar de los afectos. Por una parte, tus alumnos siempre son insultantemente jóvenes; de hecho, no cambian su edad con los años. Tú, el profesor, eres –claro está– un año más viejo cada año que pasa. Ellos, en cambio, no: ahí residen, en una especie de constante desafío acrónico. Y, de forma irremediable, invencible, inevitable, continua, te enfrentan cada mes de octubre a tu propia irremediable, invencible, inevitable y continua decrepitud. Por otra, sin embargo, da gusto verlos cuando ya han acabado sus estudios, convertidos en excelentes profesionales de la agricultura, de la enología, de la ganadería… Sólo eso justifica tu trabajo y, al mismo tiempo, lenifica las anteriores, umbrías distimias.
Esta mañana, acreditados miembros de la muy ilustre cofradía de los Mayorales del Vino de Valdepeñas, acudimos presurosos a cierta invitación que se nos hizo en el cercano pueblo de Manzanares. Por unas horas, olvidamos la secular aversión a los manzagatos franceses y allí nos presentamos. En mi caso, además, perfectamente acompañado por Fernando y Elvira tras unas memorables cena y posterior habitación en su casa de Barajas. Y allí nos las dieron todas. Jamás de los jamases había nuestra cofradía asistido a una cata de semejante calidad; jamás, repito, se nos había tratado tan regiamente. Porque si los vinos catados fueron excelentes, los posteriores aperitivos y la postrer comida de asiento, no les fueron a la zaga. ¡Brava lección de los manzanareños! Y allí, en la hermosa finca que conjuga y hermana espalderas de baja densidad con majuelos en vaso al extraño marco de 2.50 x 3.10, un antiguo alumno era el responsable de la viticultura. Bien es cierto que la propiedad es de la familia; pero ahí está él, frisando los treinta, y decidiendo sobre varietales, sistemas de conducción, carga de producción, fertilización…
Hay profesores que enseñan en magníficas, cualificadas Universidades. Tienen suerte; suerte, y un gran esfuerzo personal detrás. Otros, en cambio, enseñamos en Universidades pequeñas, recientes; en Escuelas de sólo relativo prestigio y con más carencias, quizá, que realidades. Sin embargo, cuento con la extraordinaria fortuna de explicar Química en una Escuela de Agronomía en la región más agraria de España. ¿Qué significa eso? Pues que en cada bodega que vaya, en cada cooperativa que visite, en cada denominación de origen a la que me dirija, siempre encontraré un antiguo alumno. Que, por lo que he podido ver, me recuerda con cariño. ¿Qué importa, pues, ser un año más viejo cada año?