viernes, abril 21, 2006

El tren del vino

(Al que dice ser y llamarse "El anciano rey de los vinos", aunque yo crea que es mi amigo Lacónico.)



Hace setenta años, Madrid tenía más de quinientas tabernas y Valdepeñas casi doscientas bodegas; hoy, en Madrid, las tabernas fetén no llegan al centenar y las bodegas de Valdepeñas rozan la docena. O tempora!, o mores! Cada noche, un tren cargado de odres, de pellejos, de cubas de vino, salía de Valdepeñas camino de Madrid. Al amanecer, desde Atocha, carros o camionetas de reparto se encargaban de proveer a muchas de esas quinientas tabernas el clarete valdepeñero que acompañaba, luego, a las patatas bravas, los boquerones en vinagre con aceitunas, las gallinejas o los calamares a la romana. El vino de Valdepeñas, entonces, era clarete porque respondía, sin trampa, cartón, fermentación en frío ni medias crianzas, a la viticultura de la zona: ochenta por ciento de airén y el resto, mezclado, de cencibel y garnacha tintorera. Todo cosechado al tiempo. Todo molturado al tiempo. Todo fermentado al tiempo. Hace años, digo, hace muchos años. La enología sólo existía, como ciencia, en algunos libros en francés que el profesor Marcilla se había encargado de traducir. El profesor Marcilla, hoy con un Aula merecidamente dedicada en la Escuela de Agrónomos de Madrid, terminó sus días profesionales como Director del recién creado Instituto de Neurología Ramón y Cajal, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. ¿Qué tiene que ver un enólogo, un experto en fermentaciones, con sinapsis, neuronas y ganglios basales? Misterios de la ciencia. Después de nuestra guerra civil, sucedían cosas raras, inexplicables hoy en día.


Cosas tan raras como el tren del vino, que a bastantes valdepeñeros hizo ricos. Por entonces, Valdepeñas tenía casino, donde se jugaba a los prohibidos, y varias casas de putas de gran calidad y esmerado trato al cliente. Los hijos de aquella generación de vinateros, malbarataron las bodegas y se gastaron los dineros en toros, señoritas y bacarrá, que no es mala forma de dilapidar una herencia. Algunos de sus hijos, nietos de los prohombres del clarete, son oficinistas, camioneros o, incluso, intentan remontar el viejo negocio familiar sólo en la parte vitícola. Otros, los parvenues del ladrillo y zonas adyacentes, hacen vinos de maceración carbónica que convierten al joven clarete de valdepeñas, joya de lo inmediato y lo auténtico, en soberbio monumento a la estulticia postmoderna. Hace setenta años, el mundo, en efecto, era otro; y las tabernas exhibían hermosos alicatados de Talavera con figuras femeninas y anuncios sobre la procedencia de los vinos. Hoy da igual: en Valdepeñas no hay casino ni casas de lenocinio; a cambio, en la Nacional IV, “Los Ángeles de Charlie” se encarga de tener bien surtidos de picantes purgaciones a camioneros y emigrantes despistados, que beben cerveza sin nombre y sueñan con pillar una bonoloto para comprarse el apartamento en Torrevieja o conseguir, por fin, los papeles. Nadie embotella clarete y las viñas en vaso se reconvierten –pagos europeos mediante– en inmundas espalderas que nos convertirán en la región con más producción de aguachirle del mundo mundial. Para entonces, las chicas de “Los Ángeles de Charlie” habrán vuelto a emigrar y el toreo estará prohibido; los linces, eso sí, camparán a sus anchas por los majuelos y no hará falta ir buscando sus caquitas para saber que nos hemos convertido, definitivamente, en una enorme reserva natural.


lunes, abril 17, 2006

Pierna de cordero al horno

(Para Incorrecto, a ver si es posible que no le siga comiendo pies a su ayudanta.)

Un “fet diferencial” de la cocina española –castellana, por mejor decirlo aquí–, un paisaje modelado, como las cárcavas conquenses o las cársticas alturas burgalesas, por años de paciencia y sabiduría, es el empleo del cordero lechal en nuestra gastronomía. Y no lo es, claro está, porque en nuestro patrio solar hayan, como con exacta precisión dice el Marqués de su Zulo, atado históricamente los perros con longaniza; la madre del cordero es, como en muchos otros casos, la pobreza. Al ser tradicionalmente más cara la leche (por serlo el queso) que la carne, había que sacrificar a los corderos a tierna edad para, de tal forma, poder ordeñar convenientemente a las ovejas durante una buena temporada. Lo mismo sucedía con los cabritos, otra importante pieza de recios guisos y frites con ajo más que recomendables. Usted preguntará, con muy buen criterio: ¿y no sería posible que los tiernos corderitos se alimentaran con manjares diferentes de los lácteomaternos? No, desocupado y amable lector. El buen cordero es hijo del poco pasto, de la yerba algo reseca y dura, de la escasez. Como en las malas películas, había que elegir: la madre o la creatura. Y, claro, siempre se optaba por la madre, pignorando al retoño, bien para carne, bien para vivo. Pero a lo que vamos, que se nos está yendo el post en zootecnias. La forma en la cual asamos el cordero en esta su casa, dista mucho de la exquisita, tradicional castellana, sin más oropeles que agua y sal. Magnífico ayuntamiento: el aguasal primigenia, genética, ensamblada con el producto modelado por la aridez, las largas caminatas en busca de pasto y la más paja que grano. Nuestro lechazo es, más bien, un tojunto de cordero y patatas, con una cierta dosis de salsilla producida, esencialmente, por el propio desengrasado y deshidratado de los disecta membra del animalito.

Tomaremos una pierna de cordero, partida en cuatro hermosos trozos más su correspondiente zancarrón (exquisito manjar una vez dorado), que salaremos a conciencia, aunque sin pasarnos un ápice; no le dirá mal su poquito de pimienta. En una fuente para horno (por ejemplo, de cristal), prepararemos un blanco lecho de patatas cortadas en trasversal, como de casi un centímetro de grosor. Sobre éllas, dispondremos la carne y, en los entrehuecos, unos dientes de ajo canónico con su morada casulla, o sea, sin pelar. A ambos extremos de la fuente, unos cuartos de una hermosa cebolla, claro está que pelada previamente. Untaremos el cordero con unas porcioncillas de manteca de cerdo, toscamente distribuidas en todas las piezas y añadiremos, sorpresa que nos acerca a lo andalusí, canela molida sin pasarnos de cantidad. Para que la canela no sufra de indeseable soledad, regaremos con un chorro de aceite. Meteremos este conjunto al horno, que deberá de estar precalentado al máximo (240-250ºC) y con el grill encendido. Pasados unos diez minutos, y cuando la parte superior esté empezando ya a tostarse, daremos la vuelta a todas las piezas y hornearemos de nuevo otros diez minutos. Cuando esté bien dorado, abriremos el horno y añadiremos un generoso chorreón de buen vinagre (de manzana, por ejemplo, que es muy astur, matizado y elegante; pero valdría, igualmente, un aceto balsámico, éste para mentes más renacentistas e italianizantes en general). Dejaremos pasar otros diez minutos y añadiremos algo así como un vaso de tamaño normal de caldo de carne desleído en agua caliente, procurando que moje bien la carne y se distribuya convenientemente. Apagaremos el grill y lo mantendremos una última media hora sin más que regodearnos con los aromas que del horno fluirán irremediables al exterior, empujados por el segundo principio de la Termodinámica. Sin esperar más, no vaya a ser que el conjunto resulte en extremo entrópico, lo sacaremos de su térmica urna y emplataremos. Este monumento se deja recorrer perfectamente con un crianza ligero, aunque con fortaleza. En nuestro caso, un Corpus del Muni “Viña Lucía” del 2002 nos ayudó convenientemente a refrescar la penitencia. Rematé la faena con una generosa copa de licor de brandy “Luis Felipe”, del Condado de Huelva, un ingeniosísimo coupage de coñac procedente de destilado de Zalema que se regocija con un Pero Ximénez extraordinario. Como la generosidad de Argantonio, que me lo regaló hace unos días.

miércoles, abril 12, 2006

(Meta)física del sur

(A Qtyop y Argantonio, claro)

La vida, a veces, es, como la Constitución de Cádiz en su artículo 6 obligaba a todos los españoles, justa y benéfica. Y nos regala atardeceres, lluvias salvíficas, mares infinitos. Generosa en su ciega ignorancia, parece ponernos en compañía de los que mejor encajan con nuestras aristas, construyendo así un magnífico cuasicristal con insólitos dominios de sorprendente, imposible simetría de orden cinco. Hay un milagroso azar que nos lleva, sin posibilidad alguna de predicción, a sentirnos a gusto, tranquilos, francos a la conversación y, casi, a la agnóstica confesión de afinidades y pequeños placeres domésticos. Entonces notamos, quizá engañosa aunque vívidamente, que todo está en orden, que nuestro lugar en el mundo es, precisamente, ése en el que, provisional y transitoriamente, nos encontramos.

Puñaladas aparte, el tiempo me ha enseñado, sobre todo, a amar profundamente algunas cosas. La soledad que permite la escritura, el vino, guisar sin prisa ni obligación, aprender el nombre de las plantas, mirar la mar sin cansarme, son algunas de éllas. Pero, sobre todo, el valor de la amistad; de la que surge sin buscarla ni planearla; de la que se presenta sin avisar, como un viajero en la noche, como un aguacero estival; de la que aprecias cuanto ignoras; de la amistad como un errático viaje, circular unas veces, quirúrgicamente directo otras; de la amistad estadísticamente improbable.

jueves, abril 06, 2006

Tokay


“Altamont has a nice taste in wines, and he took a fancy to my Tokay. He is a touchy fellow and needs humouring in small things.”
Arthur Conan Doyle, His last bow.

"Víno kráľov, kráľ vín" quiere decir, en eslovaco, “el vino de los reyes, el rey de los vinos”. La frase, igualmente en latín, adorna muchas etiquetas de esta dulcemente ácida delicia. No soy, en general, amigo de los vinos dulces; pero el Tokay, o Tokaji, no es exactamente un vino dulce. Lo sería, sin duda, a tenor del grado alcohólico probable (sobre el 20%) de las uvas Furmint, Harslevelu y Muscat Lunel (una moscatel muy parecida a las nuestras), recogidas muy tardíamente. La vendimia suele comenzar, tradicionalmente, a partir del 28 de octubre, fiesta de San Simón y San Judas. Para entonces, con el otoño ya empezado, son frecuentes –lo llevan siendo más de un mes– las nieblas matutinas que, asentándose en el fondo de los valles, cargan de humedad las cepas. Posteriormente, a media mañana, el tibio sol del este de Hungría, casi en la frontera con Ucrania, las hace levantar y, amorosamente, calienta las uvas lo suficiente como para que, en algunas de éllas, la Botrytis cynerea, el hongo productor de la, en otras partes, temida botritis gris, se desarrolle, las pasifique y las haga alcanzar unos grados de entre el 40 y el 60%, produciendo abundantes cantidades de ácido glucónico, derivado de la glucosa. Esta sencilla oxidación, generadora de la escasa energía que el hongo precisa para su actividad vital, es el punto crítico de todo este proceso. Si el ataque por el hongo se produjese de forma rápida, casi neoplásica, sólo tendríamos podredumbre y llanto; es la lenta cinética de la infección, embridada por las poco elevadas temperaturas otoñales, la que va a producir un ataque individual, controlado, noble; un caballeroso ataque que permitirá la recogida selectiva de las uvas pasas –que se procesarán por separado– y de las uvas sanas, vendimiadas y vinificadas normalmente. Con el zumo de las uvas pasas, las uvas aszú en el lenguaje propio, se obtiene la eszenzia que, una vez fermentado el mosto de las uvas sanas, se mezclará con él y se embotará un mínimo de dos años. Durante este tiempo, se producirá una segunda fermentación a partir de los azúcares de la eszenzia que llevará, finalmente, al Tokay. La calidad del producto final depende, lógicamente, del contenido en uvas aszú. Los húngaros emplean un muy antiguo sistema de clasificación al respecto. Las cubas que usan para vinificar la mezcla, tienen alrededor de 140 litros de capacidad. Éstas se llenan con el vino blanco inicial más la eszenzia. Para transferirla, se utilizan unos recipientes de madera, a modo de capachos, de entre 20 y 25 litros llamados puttonyo. De tal guisa, un barril puede llevar entre uno y seis puttonyo. Los Tokays “de batalla” llevarán tres y los muy buenos cinco puttonyo. Las variedades en el precio son, consecuentemente, grandes. Dependiendo, claro está, de la antigüedad del vino, un Tokay de cinco puttonyo, siempre en botella de medio litro con un cuello elegantemente alargado, puede costar entre 50 y 70€ aquí en España. Un precio más que razonable para un vino de complejísima elaboración y no menos espectacular boca, con unas deliciosas puntas ácidas impecablemente armonizadas en un fondo dulce, que no empalagoso, caliente, esféricamente solar. El Tokay es un vino perfectamente adulto, con cara y cruz, con una gracia puntiaguda y una acidez glucónica desusada. No es, empero, la acidez adolescente, algo desequilibrada y, casi siempre, a destiempo; es la acidez de los años, madura, irónica, cínica a fuer de culta, siempre en su lugar y en su momento. La plateada acidez de quien, sin sentarse a esperarlo, ha visto ya pasar los cadáveres de sus enemigos.


martes, abril 04, 2006

Atardecer en las Tierras Raras


Qué soledad de pájaros heridos
En el morir abrupto de la tarde;
Qué violento, cercano mar que arde,
Naranjas y violetas confundidos.

De pólenes y flores encendidos
Los ojos. Desde la luna cobarde
Vendrá la claridad: quiera que guarde
Los cuerpos que se aman escondidos.

Sobretarde de abril en el desierto
De azules tierras raras del deseo:
Luminaria fugaz a cielo abierto.

Alcorque circular en su apogeo,
Regado con las lágrimas del muerto
Corazón vegetal con el que veo.


domingo, abril 02, 2006

Herencias

Heredé de mi abuelo materno una colección incompleta (sólo veintiséis de los casi cincuenta tomos) de la Historia Natural de Buffon incluyendo los Complementos de Mr. P. Lesson. Se trata de la edición de 1847-1850 impresa por Mellado, calle de Santa Teresa, num. 8, en Madrid, un coleccionable a razón de dos pliegos diarios que se vendía al precio de dos cuartos en Madrid y diez maravedises en provincias. Esta obra colosal, culmen de la ciencia descriptiva del XVIII, obedece al afán clasificatorio, taxonómico, hijo de un siglo cuyo arquetipo es Linneo, nacido, como Bufón, en 1707 y fallecido en 1778, diez años antes que el longevo francés.
La Historia Natural está plagada de errores y argumentos que hoy nos parecen perfectamente pueriles. Sin embargo, en su día la obra resultó revolucionaria; tanto es así que los sabios oficiales de la Sorbonne pidieron su inclusión en el Indice eclesiástico de libros prohibidos porque sus afirmaciones contradecían al Génesis. Por suerte, Buffon contó con el inestimable apoyo de Mme. de Pompadour y pudo proseguir la edición de su opus magnum sin mayores inconvenientes ni, suponemos, más peaje que enrojecer, de vez en cuando, aún más las ya sonrosadas mejillas de la señora. En su enciclopédico tratado, el autor se declara, por ejemplo, ferviente partidario de la generación espontánea: la vida apareció sobre la tierra, nemine operante, una vez que parte del agua que, inicialmente, la cubría por completo, se hubiese secado dejando emerger los primeros continentes.
No deja de resultar curioso y hasta sorprendente que su sistemática del mundo animal esté basada en las relaciones de los animales con el hombre: relaciones de tamaño e inteligencia; relaciones de proximidad; relaciones de uso. Imaginarios o no, la Historia Natural está llena de exóticos animales con nombres increíbles: el marmosa, el cayopolín, el filandro de Surinam, el cangrejero (“que tiene muy poca semejanza con el perro y con la zorra”), la fosana, el vansiro… Incluye, igualmente, largas digresiones comparativas sobre etología; las diferencias caracteriales entre el elefante, el perro, el castor y el mono (“los seres animados más admirados por su instinto”) quedan minuciosamente reflejadas a lo largo de varias páginas, para llevarnos a la conclusión de que el elefante es el rey del ingenio y de la inteligencia animales, amén de un milagro de sensatez y sensibilidad: “que a esta fuerza prodigiosa junta el valor, la prudencia, la serenidad y la obediencia exacta; que es moderado aún en sus pasiones más vivas, y más constante que impetuoso en el amor; que en medio de la cólera, no desconoce a sus amigos, no acometiendo nunca sino a los que le han ofendido; que conserva una larga memoria…” Un prodigio, el elefante.