domingo, julio 30, 2006

Cuaderno de California (6)

Aïoli. Bodega española

La cocina internacional en Davis carece de sorpresas y responde, claro está, a lo normalizado: múltiples chinos, bastantes italianos de distintos pelajes y dispar categoría, dos o tres buenos japoneses, un thai, un afgano y un español. Lo descubrimos gracias a una guía de restaurantes y esta tarde, al volver de Sacramento, hemos ido a buscarlo. Con el extraño nombre de Aïoli (¿se trata, quizá, de una contracción de all-i-oli, alioli o como cada uno quiera?) y esa diéresis sobre la i, inexistente en castellano, esta autotitulada “bodega” española, llena sin embargo de vinos argentinos, chilenos y californianos, presenta una carta razonablemente celtibérica de la que están clamorosamente ausentes el jamón y la tortilla de patatas, si bien brillan –matizadamente– las fabes y un par de paellas (vegetarian una de éllas). Por mor no sé si de las tipográficas erratas o, probablemente, por puro afán de internacionalizar, hay en el menú platos de nombres deliciosos (todos sic y desacentuados): “charcuterie y queso manchego”, “pescado en papyrusa”, “salmon con accento catalan”, “bisteca costeña”, “costolettas de puerco malagueña”, “cazuela de conejo riojena” (sí, sí: con e. Riojena), “merquez a la flamenca” (¿qué cosa es el/la merquez?), “tiburón picado” (¿alguno de ustedes ha probado eso en España?), “bavette de boeuf” o, fantástico, “bourek de casa”. En fin, por conocerlo hemos pasado y nos hemos tomado un par copas de Marqués de Alella (se les había terminado el Chardonnay de Raimat). Esos dos blancos, junto a un puñado de inevitables y vulgares riojas, eran las muestras hispanas en la carta de vinos. El agua, eso sí, la servían en unas jarras de cerámica de las que suelen emplear en Castilla para el humilde vino de la casa. Curiosa ironía: en esta bodega, lo más español es el recipiente para el agua. ¡Tócate los cojones, Maria Victoria! Los camareros, salvo el barman y un muchacho de origen oriental, todos morenos y de pelo sospechosamente negrísimo. Ninguno, eso sí, con el más mínimo aspecto spanish, es decir, mejicano. A uno de ellos, que se ha acercado por donde estábamos, le he dicho: “¿Qué tal…?” Él, como si no hubiese escuchado, me ha contestado en un inglés sólo pasable:”How are you?”. Carmen y yo nos hemos mirado algo perplejos. ¿Sería griego? ¿Italiano? ¿Catalán de la ceba? Misterios de la cocina internacional. Como la bisteca, el merquez o el bourek. Quizá la entropía ayude a explicarlo todo. Quizá.

sábado, julio 22, 2006

Cuaderno de California (5)

Davis y el soma

(Para Bremaneur, Verse y el resto de paelleros arevalianos.)

Déjà vu: esa el la primera impresión que uno tiene al llegar a Davis. Quizá, y gracias al cine, es igualmente la sensación que transmite todo Estados Unidos. Pero, particularmente, Davis. Podría ser, sin central nuclear ni bar de Moe, la ciudad de los Simpson; igualmente, la pequeña, provinciana población donde se desarrolla E.T. Calles amplias, interminables; casitas individuales, en forma de L cuyo brazo más corto es siempre un garaje de enorme puerta; aceras de cemento con pequeños parterres de césped en general bien cuidado y primorosamente recortado; ingentes cantidades de bicicletas de toda laya y condición, dotadas algunas de unos carritos amarillos que transportan a un niño feliz, indolente, provisto de su pequeño casco plástico en colores brillantes. Una ciudad cuyo único, ínfimo ambiente está en el downtown, en las manzanas que van desde la calle uno hasta la cinco en sentido horizontal (este/oeste) y desde la C hasta la G en vertical. Fuera de este núcleo, y salvando los centros comerciales distribuidos a lo largo del bulevar que la circunda por completo, ni un bar, ni un restaurante, ni una tienda: la nada abisal, doméstica, íntima, tranquila. En Davis no hay un sólo edificio alto: ni uno. Es raro encontrar casas de dos alturas; como mucho, algunos bloques de apartamentos generalmente habitados por estudiantes. Hay una comprobación experimental de lo que digo; por número de habitantes, esta ciudad es, casi exactamente, del tamaño de Ciudad Real: sesenta y cuatro mil, según se indica en las también conocidas placas que dan la bienvenida al viajero. En mi pueblo, la máxima distancia que uno puede recorrer de punta a punta y sin salirse de la Ronda es la correspondiente a media hora de paseo; aquí, en cambio, podrías andar más de dos horas sin salir del bien definido casco urbano. El arbolado es abundante: nogales, castaños, robles, pinos de largas acículas, arces, impresionantes cipreses, acacias donde trepan las nerviosas, abundantísimas ardillas…

Y luego está la gente. En contra del tópico verídico que hace de los norteamericanos unos gordos paquidérmicos, consumidores compulsivos de hamburguesas, perritos calientes y pizzas industriales, en Davis escasean los pesos pesados, incluso entre la población infantil. ¿Será, quizá, un beatífico efecto del uso de la bicicleta? ¿O, más bien, la consecuencia de los sabios consejos de su Departamento de Food Technology, uno de los primeros creados en el mundo y, actualmente, referencia internacional? La gente, en la calle, no pierde ocasión de saludarte, aunque no te conozca, claro está, de nada. Antes de bajarse del autobús, gratuito para los estudiantes de la Universidad, los mayores de sesenta y cinco, los funcionarios municipales…, suelen dar las gracias al conductor que es, a su vez, un joven universitario que, en turnos de trabajo reducido, se saca unos dólares. Los cajeros y cajeras de los centros comerciales te saludan amablemente y, tras colocarte con orden meticuloso la compra en sus bolsas (“paper or plastic?”, inquieren siempre antes de empezar) se despiden con un inevitable y sonriente “Have a nice day.” Los ves por la calle, nunca después de las ocho de la tarde, con una sospechosa cara de felicidad congénita. Quizá imaginen que viven en el mundo feliz. Quizá hayan encontrado el secreto de la existencia. Quizá, en fin, se chuten con soma. Pero, realmente, lo único que parece preocuparles es el estado de su bicicleta y que, en su jardín, el césped no supere nunca los cuatro centímetros de altura.

lunes, julio 17, 2006

Cuaderno de California (4)

(A Jordi Bernal, claro.)


El río Napa discurre entre dos carreteras que, durante cuarenta millas lo flanquean y marcan el límite artificial del valle. La más importante, a estribor del cauce, es la estatal 29. A lo largo de élla, se sitúan los diferentes pueblos vinateros: Napa, Youthville, Oakville, Rutherford, St. Helena y, en la raiz misma del valle, Calistoga. Sin embargo, los mejores viñedos crecen hacia la otra orilla, la de babor, por donde dibuja su sinuoso trazado la Silverado Trail, que con dicho nombre es conocida. Si quiere olvidarse un poco de las bodegas más comerciales y, quizá, famosas, elija esta carretera. En élla, y a poco más de cuatro millas de su convergencia final con la estatal 29, un cartel poco llamativo pero elegante nos intrigó sobremanera. Junto a una doble fila de hermosísimos cipreses, una portada de caliza rezaba: “Château Boswell”; debajo, un cartel de quita y pon advertía: “OPEN”. Hicimos una seca parada, retrocedimos unos metros, y nos adentramos por el suavemente empinado camino de gravilla que guardaban los magníficos pyramidalis stricta. Sólo dos coches en el aparcamiento. Una casa de unos treinta años, gris pizarra, con múltiples ventanas perfectamente pintadas de blanco. En una herrumbrosa y pesada puerta lateral, entreabierta como la de una iglesia olvidada, podía leerse: “Visitors entrance”. Casi con religioso respeto, traspasamos el umbral y un agradable fresquillo –la mañana, en el exterior, estaba casi a cuarenta grados– nos envolvió confortablemente. A nuestros ojos, la sala de crianza. Más allá, en el fondo derecha, unos tanques de fermentación de acero inoxidable, con sus camisas de refrigeración, de un tamaño que más parecían los de una bodega experimental: no más de quince mil litros por tanque, y seis unidades en total. Inmediatamente, apareció ante nosotros un joven apuestísimo, con una bonita camisa rosa con líneas blancas formando cuadritos; de la camisa –bellísima– no diré nada porque tengo una exactamente igual. “Hi, good morning, my name is Joshua Peeples…”, dijo tendiéndonos la mano. Tras un breve momento de presentaciones y explicaciones, comenzamos a hablar de vino. La bodega lo produce a partir de sus propios viñedos, donde cultivan exclusivamente Chardonnay, Cabernet-Sauvignon y, algo raro para Napa, Shiraz. Vinifican monovariateles salvo en la estrella de la casa: el Cuvée Jacqueline, un coupage con un 90/10 de Cabernet/Shiraz. Vendimiando un poco tarde para los normalizados sistemas culturales del Valle (a principios de Octubre los tintos; en la segunda quincena de septiembre el Chardonnay), consiguen unos mostos perfectamente maduros, con alto grado alcohólico probable y todos los antocianos que la uva ha sido capaz de extraer de unas espalderas que rinden algo menos de tres kilos por pié. Posteriormente, fermentación sin maceración previa, maloláctica controlada (con cepas desarrolladas, claro, en Davis) y entre dieciocho y veinte meses de roble francés nuevo. ¿El resultado? Admirable. Inédito, incluso, para California. Unos vinos que conservan aún sus características primarias, varietales; olvidaros del aroma a pimiento en el Cabernet: es propio de uvas recogidas demasiado temprano. Esto, que lo dice cualquier libro, se ignora tánto en España (la gente identifica malditamente al Cabernet con el pimiento algo picante y no hay manera de sacarles de ahí…) que yo mismo no probaba nada igual hace años. Los vinos Boswell representan, en mi opinión, la modernidad de Burdeos, lo que los Châteaux bordeleses deberían hacer para sobrevivir. Ni una sóla astringencia; una acidez compensadísima; una boca tan amplia que, minutos después de la cata, el retrogusto seguía atacando cada vez que por mi nariz entraba un bombeo del fresco aire acondicionado del coche. ¿Y el color? ¡Ah, el color…! Los callados meses de barrica parecían haberlo rejuvenecido; bien que su superficie, en contacto con la fina copa Riedel, desvelaba algunos naranjas oscuros, el ojo del huracán era rojo ciruela: persistente, brillante, luminoso, como pintado por Boticelli. Un vino de garaje que vale lo que cuesta: entre setenta y cien dólares las añadas más nuevas; hasta trescientos cincuenta dólares los Cabernet más añosos. Una clarísima incitación al dispendio este Boswell.

Pueden visitar su algo mortecina, aunque muy tópicamente americana, página web (http://www.chateauboswellwinery.com/content/index.cfm). En ella verán fotos del fundador, enfundado en su traje de agua, mareando por lo que –creo– puede ser el Cabo de Hornos, de su hija Jacqueline y del mismo Joshua Peeples, el californiano guapo que es su marido. Quizá, si los vientos son propicios, les lleguen algunas notas de unos aromas que no olvidaré mientras viva.

martes, julio 11, 2006

Cuaderno de California (3)

Tempranillo


Un aspecto positivo que tiene carecer de historia es, precisamente, la posibilidad de ir haciéndola según la propia inventiva. Además, uno puede permitirse el lujo de no andar banduendo entre la Escila de cambiar la vida y el Caribdis de cambiar la historia, que es en lo que lleva la vieja cultura occidental mucho antes de que Marx y Bakunin polemizaran al respecto. La historia del vino en California es la que se hace día a día, espaldera a espaldera; si un varietal parece interesante y es apreciado en Europa, se ensaya, se estudia y –si resulta viable–, se planta y se produce vino. Fue una sorpresa, hija del desconocimiento, encontrarme con varios tempranillos del valle de Napa y alrededores en mi primera visita a un fantástico market con una sección de vinos que ya quisieran muchas tiendas especializadas en España; además, quiere el azar que dicha catedral de la enofilia se encuentre –¡que viva el gran Baco!– justo en frente de casa. Cuando voy por la mañana a comprar la deliciosa Ciabatta para preparar el almuerzo, aprovecho para echar un vistazo, ver alguna novedad y familiarizarme con marcas y precios.
El domingo pasado, quizá para celebrar el triunfo de los italianos a los que las chicas de esta casa declararon formalmente como mucho más guapos y apetecibles que los galos, compramos una botella de Dunnigan Hills 2004, de bodegas Matchbook. Este media crianza es un coupage que lleva un 76% de tempranillo, un 10% de Malbec y un 7%, respectivamente, de Syrah y Petit Verdot. Las treinta hectáreas de viña que John y Lane Giguiere, en su día cotizados viticultores por cuenta ajena en Napa, decidieron plantar una vez independizados, están situadas cerca de Sacramento, aquí al lado, en un suelo algo más calcáreo que el del valle pero con un clima muy similar. De éllas, la mitad lo son de tempranillo, ocupando el resto las mencionadas variedades tintas y, cómo no, la sempiterna Chardonnay.
El vino está trabajado de forma muy moderna. Con un color muy expresivo y, todavía, brillante, tarda un poquito en abrirse (lo cual es lógico, si se tiene en cuenta el 24% de acompañamiento constituido por variedades bastante “cerradas” como la Malbec o la Pinot) pero, cuando lo hace, entrega unos aromas frutales muy complejos, bien matizados por un suavísimo roble nuevo; en la boca, aparece el tempranillo con toda la explosión redonda que esta variedad produce cuando se trabaja bien. Ligeramente más ácido que los tempranillos/cencibeles manchegos, tiene asegurada, sin embargo, una mayor duración en la botella. Al pasar el trago, me recordó a un buen crianza de Ribera del Duero, pero con la mayor complejidad y riqueza gustativa que le aportan las variedades minoritarias.
Y todo ello, por sólo catorce dólares: eso aquí es un regalo.

miércoles, julio 05, 2006

Cuaderno de California (2)

Comida en Sierra Nevada


Aquí empezó la fiebre del oro: en los regatos que rompen las rocas negras mientras bajan desde las alturas hacia el oeste, buscando el cercano Pacífico. En los materiales sedimentarios que conforman la Sierra Nevada (otro topónimo hispano más), había oro nativo, pequeñas (y grandes) pepitas que resisten la abrasión, la acción del agua, el roce contra el tiempo geológico. Y en la Sierra Nevada, en un terreno de siete hectáreas que compró muy barato a los Adventistas del Séptimo Día, tiene su casa de vacaciones mi amigo Ron Fawcett. Ayer, tras las presentaciones, la acreditación como miembro visitante de la Universidad y la firma de variados documentos, por fortuna autocopiantes, Ron, aprovechando que hoy es 4 de Julio, nos invitó, junto a varios miembros del Departamento, a una comida (que él calificó de barbecue) en su casa de la montaña. Una hora de viaje por la Interestatal 80, que lleva inicialmente desde San Francisco hasta Reno, en Nevada, para cruzar luego todo el país terminando en los suburbios de New York y atravesando lugares tan recordables como Salt Lake City, Omaha, Des Moines o Toledo. En plena naturaleza bien cubierta de robles americanos, arces, madroños y pinos chaparros, una carretera donde dos coches se cruzan con dificultad, sin curvas pero con enormes cuestas ascendentes y descendentes, casi una montaña rusa en California, tiene Ron su casa. Nos esperaban cervezas checas –excelentes–, un Chardonnay joven de Napa y un Beaujolais perfectamente prescindible. Cuando sugerí a mi amigo catar el M2 de Matallana, me dijo casi al oído:
–Será para nosotros dos. Cuando nos veamos la próxima vez, ya sin estudiantes ni postdocs…
Sabían que ayer fue el cumpleaños de Teresa; en secreto, le habían preparado unos regalos que ahora describe cuidadosamente en su diario llena de alegría por esos amigos americanos tan cool que tiene su padre. A través de Internet, hemos seguido el resultado del Alemania-Italia: todos íbamos con Italia. Hasta las eusko-koreanas que aparecen en la foto. Son hijas de madre coreana y padre con ascendencia vasca, nieto o bisnieto (ellas no lo saben bien) de uno de los muchos pastores vascos que emigraron también a estas tierras. Ni que decir tiene que no hablan ni español ni –mucho menos– euskera. Para ellas, the Basques son, sólo, unos separatistas que solían matan gente.
Tras la comida, una vez saboreadas las tartas húngaras que ha preparado Suzie, la mujer de Ron (una de éllas, de limón, realmente deliciosa), Tamas, un matemático polaco que desarrolla los programas de cálculo que luego emplea el grupo de espectroscopía, comienza a preguntarme sobre los problemas del nacionalismo en España. Todos parecen muy interesados en el asunto. El ucraniano Dima (Dmitry) dice que, en la Constitución de su país, el separatismo está considerado como un delito, y que es difícil entender desde aquí, desde este melting pot donde nadie es extranjero, cualquier clase de nacionalismo. Me preguntan:
–¿En qué idioma estudian los niños en Cataluña?
–En catalán. El español es como una lengua extranjera…
–Pero, ¿cuánta gente habla catalán?
–No lo sé exactamente, respondo. Como mucho, unos seis millones de personas…
Tendrían que haber visto ustedes sus caras de incredulidad. “Really?”, preguntan casi a coro.
Indeed…, es todo lo más que se me ocurre contestarles.

domingo, julio 02, 2006

Cuaderno de California (1)

La roja en San Francisco

El Foley’s, en la esquina de O’Farrell con Powell, es un pub razonablemente inglés donde sirven cervezas decentes (Boddington’s, por ejemplo), tienen siempre la música muy alta y, en estas fechas, dan los partidos del mundial en directo. Bajábamos esta mañana de Coit Tower y (¡cómo no! turistas al fin y al cabo) la calle Lombard con necesidad de restauración inmediata; entramos para tomar unas cervezas y, todavía, Francia y Brasil empataban a cero. Inmediatamente, ese –para la ágrafa, patriotera e ignorante prensa deportiva española– desahuciado y prejubilado genio que se llama Zidane, puso, a saque de falta, un balón templado, con rosca y al segundo palo, para que apareciese Henry y, según venía, marcar el uno a cero. Gran parte de los parroquianos gritaron, contentos y alborozados, el hermoso gol; nosotros, también. Es teoría sostenida por Carmen que, una vez eliminados, hay que desear que aquel que te ha derrotado gane el torneo; de tal forma, siempre nos quedará la excusa moral y práctica de que nos echó, ni más ni menos, el Campeón del Mundo (así, en mayestáticas mayúsculas). A nuestro lado, dos brasileños (probablemente hermanos, a juzgar por su extraordinario parecido físico) parecían no entender nada:
–¿Por qué, siendo españoles, no van con Brasil?
– Porque Francia nos ganó…
Estupor en sus caras. “Estos españoles, están locos” debieron pensar, mientras juntaban sus manos en orante actitud ante el inminente saque de una falta peligrosa al borde del área que el desaparecido Ronaldinho mandó al cielo.
Acabó el partido. El pub se vació de gente y pudimos, al fin, conseguir una mesa donde comer a hora española. Entonces vi que, bajo uno de los televisores, tenían –al lado de la curiosa camiseta de Croacia– la roja de España. Las salchichas con puré de patatas y otra pinta de Boddington’s nos borraron inmediatamente la melancolía. Sonaba Eric Burdon. Pedí una copa de Lagavulin para disolver grasas y malos recuerdos. Excelente. Amplio. Imprescindible en estas tierras del Oeste llenas de nombres españoles (Plaza Alta, Embarcadero, Presidio, Cervantes, Alhambra...)
Mañana nos espera Davis. Tendrán noticias mías.