Calzadilla (II): cata de espuma
Pues bien, con dicho plato –que nos pareció apropiado para maridar con el Moët Chandon-Cuvée Dom Pérignon de 1995– comenzamos nuestra comida del sábado pasado animados por el sensato afán de catar, más tarde, el surtido de Calzadilla. Finiquitado que fue el champagne y celebrando aún sus delicias, procedimos a abrir, ya con el cordero en la mesa, el Shiraz 2002. Primera sorpresa: el color. Escaso rastro de crianza, inexistentes matices de madera en la boca y unos aromas que, en nada, se referían al varietal de la etiqueta. El Marqués, de inmediato, detectó a copa quieta claros signos de fino gas: una desagradable telilla blanquecina se asomaba a nuestros ojos demostrando varias cosas; a saber, que se trataba –por ser bonancibles– de un vino refrescado (es decir, un vino de crianza al que se añade una más o menos generosa proporción de vino del año); que dicho refresco se había realizado con un vino de fermentación maloláctica poco hecha; y, tercer agravante, que ni aún así aparecían los aromas de la Shiraz. Fiasco impropio de un vino que pasa por una cierta categoría. Unos bocados de cordero nos restauraron, empero, del trance y nos concedieron la suficiente fuerza de voluntad para abrir el Crianza de 2001.
Confirmando nuestros ya conocidos criterios a propósito de la edad óptima para paladear los vinos manchegos, el crianza estaba redondito. Se dejaba beber con mansedumbre, seguía con fijeza la sabia muleta de las vueltas en la copa y producía, entonces, una hermosa y potente lágrima que se orlaba de sutiles tonos violeta. Ahí sí hallamos la fina madera y los anaranjados ribetes que son propios de la crianza sabiamente prolongada. Tardó poco en abrirse este 2001 y, entonces, nos entregó, en la nariz, en el paladar y tras la campanilla, todo su cencibélico potencial. Un ligero toque de cabernet le decía lo justo, retrotrayéndonos al gálico inicio de la comida. Consensuamos, nemine discrepante, calificarlo de interesante.
Ya con el cordero en sus estertores últimos, decantamos el Gran Calzadilla 2000. Al llevar delicadamente las amplias copas a la nariz, una mueca de nada envenenó nuestros gestos. Observamos recuerdos, melancolías, sugerencias… pero poco migajón. Este reserva había entregado al tiempo y al cristal su potencia, intentando ahora conformarnos con un acto inane, plano, casi virtual. Poco que decir y menos que beber. Un vino confundido con el paisaje del que procede: sin accidentes, horro de orografía. Sin más defecto que la ausencia de virtudes y sin más virtud que la ausencia de defectos. Moribundo de muerte natural. Frío. No obstante, y por fortuna, a tales alturas de la comida ya el cordero y la amistad habían hecho eficazmente su callado trabajo. Y casi nos daba igual el segundo fracaso de la jornada. En las catas, como en los toros, a veces hay que quedarse con un desplante, con un quite, con un dibujado trincherazo: polvo, mas polvo enamorado. Espuma que, al brillar, desaparece.