martes, septiembre 19, 2006

Cuaderno de California (11)

Para Mandarin Goose (peticiones del oyente)

Como ustedes podrán ver chez Arcadi, las noches en el bajel son tranquilas. Últimamente, el señor “ff” nos las alegra, sin embargo, colgando todos los días la misma historia y llamándonos a todos “fachas” y “racistas”. Con su pan se lo coma. O es un alumno suspendido por Arcadi (justamente, diría yo, a tenor de su redacción, sintaxis y puntuación) o es, dioses, el mismísimo Bauluz en persona; en carne mortal, vamos. A mí suele abreviar mis tardes (noches cerradas para todos ustedes) Mandarin Goose. Con él hablo de murciélagos y, aunque me llama cegato a la cara y sin pudor alguno, pues no le guardo rencor: entre los de ciencias, aunque nos la tentemos, que dice un amigo mío. Esta noche le he ofrecido calcularle (y pintarle) algunas estructuras químicas sencillas. Aquí va el regalo, en agradecimiento a la compañía.

La acetilcolina (representada aquí como catión acetilcolinio) es un neurotransmisor. Tiene un enlace éster, de relativamente alta energía, que al ser hidrolizado por la acetilcolina esterasa permite la transmisión del impulso nervioso en determinadas vías. Los insecticidas organofosforados son inhibidores de esa enzima: al no hidrolizar a la acetilcolina, adiós transmisión nerviosa y muerte fulminante entre zumbidos y convulsiones. Hay, igualmente, personas con déficit congénito de acetilcolina esterasa: a veces, si ni ellos ni su anestesista lo saben y éste no ha sido lo suficientemente perspicaz como para pedir al laboratorio el análisis de la actividad correspondiente, se quedan en la mesa de operaciones de la forma más tonta.

La anilina es la madre de una enorme familia de compuestos fuertemente coloreados, generalmente en tonos amarillos, naranjas y rojos. Su importante solubilidad en el agua hace de élla (y de sus descendientes) un peligroso contaminante. En neurotóxica: potentemente neurotóxica. En el famoso “síndrome de la colza”, un problema fundamental fue la presencia de anilinas (empleadas para impedir que aceites calificados como "industriales" lleguen al consumo humano) que, al reaccionar durante la fritura con los ácidos grasos, formaban oleoanilidas, fácilmente absorbidas por el intestino. El resultado, ya lo conocen todos.

Y la tercera substancia, dedicada con especial cariño a conspiranoicos, luisdelchinos y peones en general, es el archifamoso nitroglicol. Los compuestos con el grupo NO2 (por ejemplo trinitrotolueno, trinitroglicerina o nitroglicol entre otros muchos) tienden a combustir generando una gran cantidad de energía, ya que la forma oxidada se transforma en nitrógeno gaseoso, que es particularmente estable. El nitroglicol, más barato y fácil de obtener que la nitroglicerina, fue “el compuesto del verano” en periódicos, tertulias, foros, diarios digitales y otros antros de perdición. Desde aquí, nuestro pequeño homenaje a un compuesto sencillo y hasta elegante. Observen, observen los planos de nitrato en los extremos de la cadena carbonada. ¡Puro arte pop!

domingo, septiembre 17, 2006

Cuaderno de California (10)

Lecciones mexicanas


Anoche, en todo México y en las zonas de presencia mexicana acá en los Estados Unidos –así es como lo dicen ellos, los mexicanos–, se celebró el Grito de la Independencia. La ceremonia, que es el preludio de unos días de fiesta animados por mariachis, enchiladas, tacos, tequila y lo que se tercie, es bien sencilla: una autoridad local se asoma al balcón del Ayuntamiento ondeando la bandera de México, da “vivas” a los héroes de la independencia (Hidalgo, Allende, Morelos, Josefa Ortiz de Domínguez…), a la soberanía nacional, al poder popular y, por último, repite “¡Viva México!” por tres veces. Acto seguido, y recordando la llamada del cura Hidalgo en Dolores (Guanajuato) la noche del 16 de septiembre de 1810, toca una campana más o menos grande según las posibilidades materiales del lugar. En Sacramento, el Grito de la Independencia lo dio la Cónsul General desde el balcón principal del Capitolio, sede del Congreso del estado de California. La retransmisión que hizo el Canal 19/Univisión fue objetiva: de la Cónsul General (que, al principio, y algo titubeante preguntaba: “¿Ya?...¿Ya?...¿Grito ya?”) a la alegría de la gente noctámbula, pasando cada vez por el mariachi que alegraba la juerga y que, claro, dejó de tocar en el momento culminante. Los dos jóvenes periodistas que reportaban el acto (en Univisión no se retransmite: se reporta, habitualmente en vivo) se despidieron luego de los televidentes con sendos “¡Viva México!” singularmente cardiacos y sentidos: no en caja baja ni con moderación; con sentimiento, carajo. Como si se sacaran algo de bien adentro. Esta mañana he mirado la prensa con interés: nadie les acusa de fachas ni de retrógados; ni una mala crítica. Sorprendente. Se ve que como nosotros en España no tenemos día de la independencia (dudo, a veces, de que hasta tengamos independencia; incluso de que existamos), pues no es apropiado gritar –ni allegro ni moderatto– “¡Viva España!” como gritaron tantos (de derechas, de izquierdas, liberales, conservadores, carlistas, isabelinos) antes de que a nosotros nos entrara la modorra del estado español. Así es que yo me permití acompañar, levantando mi cerveza Sierra Nevada, el grito mexicano con tres “¡Viva México!” altisonantes, potentes, casi como recién llegados del D.F, Aguas Calientes o Querétaro.


Esta mañana, en el coche, iba oyendo “La Favorita”, en el 106.1 del dial emitiendo desde Sacramento para toda la Raza. La Banda Superbandido hacía una versión cool, valsera y fronteriza del “Y nos dieron las diez” de Sabina. Su vocalista cantaba extraordinariamente y el guitarrón le acompañaba con un ritmo de bajo que invitaba a invadir Texas, Arizona y New Mexico de una sola tacada. Habían, sin embargo, cambiado la letra ad hoc: donde Sabina dice “una sucursal del Banco Hispano Americano”, lo cual, sobre ser ya un anacronismo, le obliga a cantarlo rápidamente por mor de la métrica, ellos decían, sencillamente, “una sucursal de un banco americano” (para más INRI: el bar, en México, claro, se había convertido precisamente en eso). Pero hubo algo que me llamó más la atención. En la estrofa final, se recuerda la habitación “donde aquella vez te quitaba la ropa”. Los fronterizos mexicanos habían cambiado el tiempo verbal y, en un español (ellos jamás dicen “castellano”, claro) perfecto, académico, clásico, decían: “te quitara la ropa”. ¡Toma pretérito del subjuntivo, Sabina!
Ondeando la italiana bandera mexicana, escuchen la música que les traigo aquí abajo (El Son de la Negra, interpretado por el Mariachi Vargas de Tecalitlan) y griten conmigo, si les place: “¡¡¡Viva México!!!”, carajo.


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viernes, septiembre 08, 2006

Cuaderno de California (9)


Ciencia, conciencia y profesión

(A Qtyop que, probablemente, no esté muy de acuerdo.)

AND ALL THIS SCIENCE I DON'T UNDERSTAND IT'S JUST MY JOB FIVE DAYS A WEEK
ELTON JOHN, "ROCKET MAN"

(Extraído del Gaussian 03, programa de química cuántica que, al acabar cada trabajo, te regala con una cita.)

No sé bien qué es la Ciencia, así, con mayúscula. Supongo, sin embargo, que –oficialmente– debe de ser mi profesión. Al menos, tanto mi título de licenciado como el de doctor así lo aseguran. Y llevan ambos la firma del Rey, y todo: “Licenciado en Ciencias” y “Doctor en Ciencias”, puede leerse en ellos. Es decir que, por alguna oscura razón fundamentalmente administrativa (las razones administrativas siempre son oscuras, así es que perdónenme la redundancia), debo de ser científico. Porque, digo yo, si médico es el licenciado en medicina, filólogo el que lo es por filología, o matemático el que estudió matemáticas, pues yo debo de ser científico. ¿Y qué? Pues nada: que la ciencia (ahora más casera y en minúscula) es mi profesión. Y tengo mucha suerte porque, además de gustarme, me pagan por ello. Nunca me he planteado, sin embargo, si lo que hago diariamente tiene que ver con lo que, en su día, hicieron Newton, Faraday, Bohr o Perelygin, científico éste nada conocido por el gran público pero no menos importante, en lo que a mí respecta, que todos los anteriores.
En mi opinión, la nota definitoria de un científico, su síntoma patognomónico, es el infantilismo. Verán: hace falta ser un poco niño para andar preguntándose cotidianamente: “Y esto, ¿por qué?” o “¿Cómo funcionará este cacharro?”. Cacharro, aquí, vale para cualquier cosa: máquina, planta, disolución o célula. Es decir, empleo “cacharro” en su polisémica, prístina, primigenia acepción. Tuvo que venir el señor von Bertalanffy a proponernos la “Teoría General de los Sistemas” para que la gent du métier pudiéramos ahorrarnos el hablar de “cacharros” todo el rato. Ahora, empleamos la más culta y pedante expresión de “sistema”. Pero sepan ustedes que es exactamente lo mismo. Así es que, lo primero y principal, es tener una cierta curiosidad; si en lugar de “cierta” es “gran”, mejor aún. Pero, hoy, muy raramente un sólo científico solo puede plantearse problemas y, sobre todo, resolverlos. Eso sucedía en el Renacimiento y, como es bien sabido, de él (desgraciadamente) nos queda poco más que iglesias, ruinas y algún palacio interesante. Es decir, conforme se acota el conocimiento, y no hay más remedio si éste tiene que ser especializado y, lo que es más importante, muchos hemos de vivir a base de este negocio, la Ciencia, la de la mayúscula, se convierte cada vez más en ciencia, en profesión, en licenciatura o doctorado oficial, administrativo, burocrático. Por eso, si el niño y su admiración por el descubrimiento –por ínfimo y aparentemente inútil que éste sea– no está detrás, mal vamos.
¿Y qué es lo que cuenta en esta ciencia? Aportar datos. Se crece por acumulación, por repetición, por tabulación. Cuanto más amplia, general y precisa sea la tabla, mejor. Por ejemplo, cuando –hace infinitos años– yo estudiaba bioquímica, no muchos grupos de investigación se dedicaban a secuenciar proteínas. Pero iban rellenando tablas. Uno se dedicaba a la hemoglobina de vaca, otro a la hemoglobina humana, aquel a la del pez globo. ¿Y para qué? Pues para que, años después, al secuenciar los DNA como ahora se hace, el asunto empezara a encajar. ¿Sabían los secuenciadores que eso iba a suceder? Rotundamente, no. ¿Eran capaces de prever la importancia de su rutinario trabajo? Probablemente, tampoco.
Así pues: ¿se plantea un científico el porqué último de su trabajo? Personalmente, no. Quisiera suponer que, algún día, otro colega (en Kazajistán, Brasil o China) lea lo que hago y decida mejorarlo, sintetizarlo, reprocesarlo. Y que, entonces, casi todo encaje en nuestro pequeño mundo de niños asombrados. Al final, si yo no llego a descubrir cómo funciona el cacharro (que no lo haré, no me cabe ninguna duda), puede que a otro le valgan mis datos, mis cálculos: los inefables, aunque públicos, productos de mi profesión.