No sé bien qué es la Ciencia, así, con mayúscula. Supongo, sin embargo, que –oficialmente– debe de ser mi profesión. Al menos, tanto mi título de licenciado como el de doctor así lo aseguran. Y llevan ambos la firma del Rey, y todo: “Licenciado en Ciencias” y “Doctor en Ciencias”, puede leerse en ellos. Es decir que, por alguna oscura razón fundamentalmente administrativa (las razones administrativas siempre son oscuras, así es que perdónenme la redundancia), debo de ser científico. Porque, digo yo, si médico es el licenciado en medicina, filólogo el que lo es por filología, o matemático el que estudió matemáticas, pues yo debo de ser científico. ¿Y qué? Pues nada: que la ciencia (ahora más casera y en minúscula) es mi profesión. Y tengo mucha suerte porque, además de gustarme, me pagan por ello. Nunca me he planteado, sin embargo, si lo que hago diariamente tiene que ver con lo que, en su día, hicieron Newton, Faraday, Bohr o Perelygin, científico éste nada conocido por el gran público pero no menos importante, en lo que a mí respecta, que todos los anteriores.
En mi opinión, la nota definitoria de un científico, su síntoma patognomónico, es el infantilismo. Verán: hace falta ser un poco niño para andar preguntándose cotidianamente: “Y esto, ¿por qué?” o “¿Cómo funcionará este cacharro?”.
Cacharro, aquí, vale para cualquier cosa: máquina, planta, disolución o célula. Es decir, empleo “cacharro” en su polisémica, prístina, primigenia acepción. Tuvo que venir el señor von Bertalanffy a proponernos la “Teoría General de los Sistemas” para que la
gent du métier pudiéramos ahorrarnos el hablar de “cacharros” todo el rato. Ahora, empleamos la más culta y pedante expresión de “sistema”. Pero sepan ustedes que es exactamente lo mismo. Así es que, lo primero y principal, es tener una cierta curiosidad; si en lugar de “cierta” es “gran”, mejor aún. Pero, hoy, muy raramente un sólo científico solo puede plantearse problemas y, sobre todo, resolverlos. Eso sucedía en el Renacimiento y, como es bien sabido, de él (desgraciadamente) nos queda poco más que iglesias, ruinas y algún palacio interesante. Es decir, conforme se acota el conocimiento, y no hay más remedio si éste tiene que ser especializado y, lo que es más importante, muchos hemos de vivir a base de este negocio, la Ciencia, la de la mayúscula, se convierte cada vez más en ciencia, en profesión, en licenciatura o doctorado oficial, administrativo, burocrático. Por eso, si el niño y su admiración por el descubrimiento –por ínfimo y aparentemente inútil que éste sea– no está detrás, mal vamos.
¿Y qué es lo que cuenta en esta ciencia? Aportar datos. Se crece por acumulación, por repetición, por tabulación. Cuanto más amplia, general y precisa sea la tabla, mejor. Por ejemplo, cuando –hace infinitos años– yo estudiaba bioquímica, no muchos grupos de investigación se dedicaban a secuenciar proteínas. Pero iban rellenando tablas. Uno se dedicaba a la hemoglobina de vaca, otro a la hemoglobina humana, aquel a la del pez globo. ¿Y para qué? Pues para que, años después, al secuenciar los DNA como ahora se hace, el asunto empezara a encajar. ¿Sabían los secuenciadores que eso iba a suceder? Rotundamente, no. ¿Eran capaces de prever la importancia de su rutinario trabajo? Probablemente, tampoco.
Así pues: ¿se plantea un científico el porqué último de su trabajo? Personalmente, no. Quisiera suponer que, algún día, otro colega (en Kazajistán, Brasil o China) lea lo que hago y decida mejorarlo, sintetizarlo, reprocesarlo. Y que, entonces, casi todo encaje en nuestro pequeño mundo de niños asombrados. Al final, si yo no llego a descubrir cómo funciona el cacharro (que no lo haré, no me cabe ninguna duda), puede que a otro le valgan mis datos, mis cálculos: los inefables, aunque públicos, productos de mi profesión.
