jueves, agosto 31, 2006

Cuaderno de California (8)

(Perdón por la tristeza)


Todos sabíamos que este día tendría que llegar. Claro. Sólo hay dos cosas inevitables: el paso del tiempo y el aumento de la entropía. Y ambas son, en el fondo, lo mismo. Sin embargo, duele. Cuando nos despedimos en el aeropuerto de San Francisco, justo antes del control de pasaportes, ni me quedé tras la cinta para ver cómo pasaban la puerta detectora y dejaban sus personal belongings en la aséptica caja de plástico gris, ni volví la cara. Ellas, debieron ver mi andar aparentemente decidido, mis piernas cortas, mi culo macilento y mi espalda algo encorvada. ¡Qué última visión tan poco sugerente! Pero, como en los westerns –buenos o malos, es igual–, no podía volver la mirada. Habría sido una estúpida forma de prolongar el inabordable instante de la despedida.
Me dio exactamente igual que el paso por San Francisco estuviese absolutamente imposible; que, al llegar a Berkeley, el tráfico se detuviese como para mirar la hermosa vista de la bahía, hoy, además, irónica y extrañamente libre de nubes o niebla. Tardé casi tres horas en un trayecto que, habitualmente, no lleva más de hora y cuarto. Gozaba de la lentitud, sin embargo. Era una forma anónima, ajena, involuntaria de posponer la llegada a casa. Pero llegué. Y me acordé de Moustaki: “Dans la maison, trop grande et trop vide, dans la rue devenue déserte… ”. Como bofetadas que llueven sin saber de dónde, me topé con la ternura en un ya inútil bote grande de Nesquik; con la inocencia en unas tijeritas de manualidades, dejadas adrede por Teresa temiendo los registros anti-terroristas de las maletas o, incluso, los Rayos X que la hubiesen convertido en sospechosa; con la odontológica, dolorosa ausencia en un helado a medias comido, conservado (“Aquí no se tira comida, niñas…”) en el congelador; con sus habitaciones vacías, inmaculadas, como las encontramos y, en la nuestra, dos redundantes almohadas. He metido en el armario la de Carmen; me malicio que, esta noche y varias más, los familiares, recordados restos de su olor no iban a dejarme dormir.
Más tarde, he encendido la tele. Vemos el Canal 19 (Univisión), una cadena de Televisa que emite, en un delicioso mejicano, desde Sacramento. Debía ver “Heridas de amor” para tener a mis chicas al tanto. Hasta ahí, todo fue bien. Pero, a las ocho y media, aparecieron los solesitos. ¿Se acuerdan de Cleo, Teté, Maripi, Pelusín, Colitas y Cuquín que, en el pleistoceno medio, invitaban a los niños a irse a la cama en Televisión Española? Pues es lo mismo, pero con unos simpáticos soles (uno de ellos, oh, con sus gafas y todo…) que cantan: “Ya llegó la hora de ir a dormir. Con los solesitos sueño muy felís.” Y ahí acabó todo. Corrí al Nuggets (no más cruzar la calle) y me aprovisioné de una botella de Cabernet Sauvignon-02 de Robert Mondavi.
La he abierto. Aquí está ante mí, mirándome como un perrillo cariñoso, pequeño. Como el Schnauzer mini que hemos decidido comprar y, si es macho, llamarle Davis. Espera, algo impaciente, a que me sirva la segunda copa: a su temperatura, glicérico, con una lágrima impecable y un aroma espeso, envolvente, real. Yo, sin embargo, intento recuperarme de un cierto sabor aguanoso, salado, casi marino. Sin olor a algas, no obstante. Un sabor vacío. Inútil. Pero absurdamente persistente: como la soledad.


jueves, agosto 10, 2006

Cuaderno de California (7)

1.374 millas


Hemos viajado estos días al sur de California: ya saben, el lugar donde –Albert Hammond dixit– nunca llueve. La freeway 101, desde San Francisco hasta San Diego, recorre paso por paso y según nos recuerdan continuamente carteles y campanas, el viejo Camino Real que anduviera fray Junípero Serra y, más que una carretera, es un santoral: San José, San Ysidro, San Juan Capistrano, Santa Ynes, Santa María, Santa Barbara, San Ardo (sic: ¿ardo en deseos? ¿Eduardo decapitado?), San Bernardino, Santa Mónica, San Anselmo, San Ramon… Las misiones franciscanas, donde más que transmitir fe y lenguaje se contagiaban enfermedades de la vieja España que casi lograron acabar con la población india californiana (la más importante del continente: había más nativos –como aquí dicen– por estas tierras que en todo el resto de América del norte) aunque, eso sí, mandándola directamente al cielo, dejaron topónimos, ermitas, espadañas y un cierto estilo arquitectónico degradadamente imitado hoy ad nauseam en plazas y centros comerciales. Y a fray Junípero enterrado en Carmel. Muchos yanquis, incluso los teóricamente cultivados, ignoran que Carmel viene de Carmelo y no de golosina o chuchería, que es con lo que relaccionan el nombre del hermosísimo pueblo del que fuese alcalde Clint Eastwood.
La costa del Pacífico es incalificablemente hermosa. Un mar en estos días tranquilo, calmo por completo, redundantemente pacífico, se abre en una topografía casi imposible, llena de entradas, salidas, recovecos, pequeñas calas y magníficas playas enormes y arenosas (la de Malibu tiene ¡27 millas! de longitud, más de 43 kilómetros). El paisaje del interior, a pocos metros del agua, es seco y recio si se escarpa, verde, palmeado y florido cuando se hace llano y carente por completo de edificaciones altas y monstruosos bloques de cemento y cristal. Sólo las plataformas de explotación petrolífera, casi en el horizonte, afean la perspectiva. Pero están lo suficientemente lejos como para semejar grandes barcos idénticos y varados.


A mitad de camino entre Davis y Los Angeles se encuentra Salinas; muy cerca, además, de Laguna Seca, donde está el circuito de velocidad para motos. Y, tras la ciudad y hacia el sur, su valle. Allí se cultivan lechugas, brócoli, zanahorias de todos los tamaños, berenjenas, fresas, ajos… en fin, toda la colección de hortícolas que puedan imaginarse. Los trabajadores son, cómo no, mexicanos pequeños, fuertes, renegridos, a los que llevan en autobús hasta el tajo. Cada autobús, de cuarta o quinta mano, remolca un carrito donde van los váteres químicos que, luego, utilizan para su comodidad los jornaleros. Ignoro cuántos dólares les pagarán al día pero, eso sí, las aguas (menores y mayores) y el pudor están perfectamente a salvo.
En San Luis Obispo, cuyas playas se llaman, respectivamente, Avila y Morro, encontramos por casualidad, en pleno downtown, la sede de una organización de familiares de muertos en Irak. En los escaparates, colgadas en largas tiras, las fotografías de los soldados caídos: idénticas, tamaño carnet y rodeadas de un pequeño marco plateado. Las caras de la muerte. Casi enfrente, en un bar de copas llamado “Le fandango” (en el melting pot, francés y español deben sonar parecido) una ikurriña que dice “Gora Euskadi”. Más caras de la muerte, aunque estos lo ignoren. No pude, sin embargo, dejar constancia gráfica: mi cámara había muerto en el Sea World de San Diego, presa de las salpicaduras de agua marina que un delfín juguetón me regaló cuando intentaba fotografiar las alegres caras de mis hijas a su lado. Las caras, estas sí, de la vida.