
Todos tenemos un pasado. Algunos, incluso, dos; o más: tantos pasados como vidas caben en una vida. Durante mi adolescencia, y antes de entendérselas con Knud Hamsun, Mika Waltari, Leon Uris o, los más novieros, Pablo Neruda, era habitual haber devorado varias novelas de Jose Luis Martín Vigil, esa especie de Corín Tellado jesuítico y de apariencia heterodoxa que tan bien describía a los chicos y chicas ricos y socialmente concienciados, a los caritativos WASP de la España franquista, bautizados con nombres tan exóticos entonces como Coro, Camino, Gonzaga o Borja. Amanecimos con “La vida sale al encuentro”; aprendimos –o eso creíamos, pobres ingenuos– psicología femenina con “Un sexo llamado débil”; inflamamos nuestros solidarios corazones con “Una chabola en Bilbao”. Luego, “Sexta galería” o “Los curas comunistas” representaron nuestro primer desbastado progre. Y, todo ello, durante no más de tres años: los que van de los trece a los dieciséis. Ya lo dice Serrat:
Senyora Francis, m'entén...?amb aquests coneixements, què es podia esperar de nosaltres?
Un día, me decidí a escribir al autor de mis desvelos. Ésa, me malicio, era su intención al incluir, al final de sus libros, su dirección postal (Uría, 16. Oviedo y Velázquez, 75. Madrid 6). Me contestó de inmediato: su máquina eléctrica escribía perfectamente sobre un elegante papel Galgo de bastante grosor. Yo, que había compuesto mi carta en una de las ancianas, casi militares Olivetti gris-verdosas de la oficina de mi padre, sentí envidia. En su respuesta, me pedía una fotografía que le envié rápidamente. A los pocos meses, fui a Madrid. Mis padres solían llevarnos a los cuatro hermanos mayores a las rebajas de Enero: allí nos surtían de ropa, generalmente crecedera, y zapatos Gorila (los que incluían una pelotita verde que botaba muy bien). Nos alojábamos en el desaparecido Hotel Sur, en la Gran Vía, casi en la plaza de Callao. La noche de la llegada, más o menos muertos de frío, dábamos lo que mi padre denominaba “un vuelo de reconocimiento” por los escaparates de Galerías Preciados y El Corte Inglés a la búsqueda de las mejores gangas. Una mañana, cumplidos ya los deberes de intendencia que nos habían llevado a la Corte, llegué, previa cita postalmente concertada, a Velázquez, 75. Me recibió un mayordomo con su correspondiente chaleco rayado y me hizo pasar al despacho. Era una habitación amplia, con unas hermosas vistas sobre el barrio de Salamanca, guarnecida por una biblioteca clásica de considerable tamaño. Al fondo, una gran mesa sorprendentemente ordenada dejaba ver, a su derecha, la máquina eléctrica IBM con la que yo había soñado. Un tresillo Chester de magnífico cuero me aguardaba, acogedor, a la izquierda de la entrada. “Siéntese, por favor. Don Jose Luis vendrá enseguida…” Detrás de mí, una marina probablemente inglesa representaba una goleta con escaso aparejo, barloventeando en medio de una fuerza ocho. Al poco, apareció el escritor. Tenía el pelo gris, ligeramente largo, bastante rizado y peinado hacia atrás. Así realzaba aún más una muy visible calvicie frontal. Se sentó junto a mí en el amplio sofá. Hablamos de libros, de mar, de amigos. Llevaba conmigo un ejemplar de “Los tallos verdes” recién comprado. Algo azorado, le pedí que me lo dedicara, cosa que hizo con una formidable MontBlanc provista de tinta negra. Entonces, comenzó a mostrarme unas fotos tomadas durante su última travesía por el Mediterráneo. Mientras yo las miraba, noté que Martín Vigil comenzaba –muy levemente al principio, algo más determinado después– a acariciarme mi oreja izquierda: el lóbulo, concretamente. Miré mi reloj. Doce menos diez. “Uy, qué tarde se ha hecho… He quedado con mis padres a las doce y media en Callao.” “¿Volveremos a vernos?”, preguntó él. “Sí, claro: en cuanto vuelva por Madrid”, mentí. Su cara, había tomado un leve color rojizo. Ahora fue él quien me acompañó hasta la puerta, atravesando un largo pasillo decorado con finos cuadros ecuestres. No le di la mano al despedirme y, al abrir, ya en casa, el libro dedicado, decidí comenzar a leer El Quijote por primera vez en mi vida.